Era el caos. Las sirenas se oían por todas partes. La luz se había ido y no funcionaban los teléfonos. Algo había sacudido el edificio, de hecho, la ciudad entera había temblado. ¿Qué había sido? ¿Una bomba? ¿Un terremoto? ¿Otro 11-S?
“Alex, Alex, ¿Dónde estás? ¡No te veo!”. “Carlos, estoy aquí, ¡tranquilo! Ya ha pasado todo. ¡No se ve una mierda! ¿Por qué no van las luces de emergencia?
“No, ¡No! No lo entiendes. ¡NO TE PUEDO VER! ¡No veo nada!”. Carlos se incorporó y se dio un golpe en la cabeza con un cajón abierto. “La madre que… ¿Quién tiene una linterna?” Echó un vistazo a la oficina, o más bien lo intentó, porque la verdad es que no veía nada.
“¡Mierda, mierda, mierda! Yo tampoco veo nada. ¿Quién está aquí ahora?”. Varias voces fueron contestando, todas con la misma angustia. Nadie podía ver.
“¿Qué hacemos ahora? Tenemos que salir de aquí cuanto antes. No sabemos qué ha pasado, el edificio podría derrumbarse, y estamos todos ciegos, ¡ciegos!”.
“Vayamos a la sexta. Ahí trabaja Juan. Él es ciego de nacimiento. Le contrataron por el programa ese de integración de discapacitados. Si alguien nos puede sacar de aquí ahora mismo es él”.
Todos juntos, a trompicones, subieron las escaleras y llegaron a la sexta planta.
“¡Juan! ¡Juan! ¿Estás por aquí?”. “Por Dios, que no se haya ido todavía”.
“Sí, estoy aquí, tranquilos, ¡Ahora voy a buscaros!”. Juan saboreó ese breve instante de triunfo, por un momento sintió el poder de la independencia, de ser los otros los que necesitaban su ayuda, y no él. “Je je, así que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Ahora yo ‘veo’ y ellos no”.
Juan los fue guiando, primero para recoger al mayor número posible de personas. Luego hacia las escaleras, piso por piso, llamando a la gente, liberando a los atrapados, evitando incendios o bolsas de gas gracias a su sentido del olfato más desarrollado.
Cuando por fin llegaron al hall principal, los dirigió hacia la salida. Una vez afuera, quizá debieran agradecer el estar ciegos, puesto que el infierno se había apoderado de las calles. La nube radioactiva había provocado la ceguera de población. Coches estrellados, cadáveres sobre las aceras, edificios en llamas, saqueos…
Y Juan, exhausto, se sentó en el bordillo y pensó: “¿Quién habría imaginado que lo primero que iba a ver en el mundo era su fin?”…
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