El cuarto estaba lleno de los susurros de mis pensamientos, no había paz, no la necesitaba. Alargué mi brazo hacia el pequeño para tocar sus mejillas sonrosadas, vivas. Su calor me hizo pensar en cómo estas criaturas tan extremadamente frágiles pueden ser la causa de tantas dichas y desdichas. Aún así, dormido y exhausto, sin tener que pronunciar palabra o emitir sonido alguno, este ser diminuto me recordó vagamente cómo se debería sentir la misericordia en el corazón… claro, cuando uno tiene corazón.
Pasé mis dedos entre el cabello castaño y suave, en la misma manera que lo hubiera hecho su madre, sonreí y un placer extraño se apoderó de lo que quedaba de mi en ese entonces. Le dejé allí dormido, no quería interrumpir su sueño. Salí de la habitación y los dejé solos; a él y a su madre, Luccia, que estaba aún inconsciente sobre el piso; Ilona había dejado su cuerpo delgado, trastornado, yaciendo torcido en medio de la alfombra púrpura. Cómo había luchado esta mujer por destruirme. Todo, sin pensar que en algún momento su deseo de destruirme se convertiría en su propia maldición pues no hay odio más profundo y doloroso que el que alguien siente por sí mismo. Ahora Luccia estaba por empezar una eternidad de odio a sí misma gracias al que en un principio, hacía muchos años, ella sintió por mí.
Salí despacio, eché llave a la cerradura y miré la luna a través de las enormes ventanas de la Mansión Giaccomo, la noche empezaba con una prometedora fiesta de venganza. Era hora de salir a la oscuridad y renovar las fuerzas de mi sangre. Sólo necesitaba despedirme.
Legué a la estancia y me acerqué lentamente a uno de los cuerpos que estaban, completos o incompletos, en el suelo teñido de espesura negra. Acaricié su rostro hermoso, sus rasgos nobles saltaban a la vista aún en medio de la noche violácea que caía sobre el Gran Salón. Podía haberme tomado toda la noche sólo para verlo ahí, una vez más, una vez nada más sólo mío. Parecía estar dormido, siempre fui gentil con él. Todavía recuerdo la sorpresa de sus ojos cuando me vio por última vez hacía unas horas. Un fantasma, eso vio. Y luego le di el regalo de la oscuridad, el único que podía darle.
Besé sus labios ya fríos por última vez y sonreí de nuevo ante la ironía de la situación. Nadie se atrevería a decir que la muerte es un regalo, pero para él, siendo el gran Conde Di Giaccomo, el hombre de cuyos brazos fui arrancada con la más inhumana y terrible crueldad por una mujer cuyas ambiciones, odio y malicia rebasaron por mucho las de todos los seres malditos que conozco hasta ahora, la muerte fue en verdad, una bendición. Pude haberlo hecho mío, quizá hubiéramos sido felices. No, no así. Quizá si todavía tuviera alma, si no fuera yo este engendro de las tinieblas condenado a vivir quitándole la vida a alguien más… quizá. Pero habían pasado ya muchos años desde que Luccia nos hubo separado usando su influencia burguesa con el clan de Cerverus de Praga, descendiente directo de la sangre de Luther Christoff, el demonio más poderoso que he conocido, el único que ha cruzado el mismo infierno. La ironía de nuevo se hacía presente. Luccia nunca pensó que entregándome a las garras de los descendientes de Christoff, estaría convirtiendo a la mujer que más odiaba, en una de las mujeres más poderosas que jamás conocería. Pensó que con su pequeña fortuna podría quitarme del camino y casarse con Biagio Di Giaccomo, sí, pero no pensó en las consecuencias.
Escuché un chasquido y volteé alerta. En la gran puerta del Gran Salón estaba Blake Cerverus y su séquito de sirvientes. Reconocí entre los rostros cetrinos el de Ilona, ahora una nueva Sire. Blake me apuró con su mirada profunda y oscura, era hora de irse, la Gran Batalla comenzaba con mi sed de venganza.
Miré a Biagio una última vez sin sentir placer o tristeza; seguro cuando yo pueda librarme de mi maldición le veré de nuevo en el cielo de los mortales… y si no, ¿qué más da? Nada importa ya.
Me deslicé rápidamente hacia la puerta para seguir a Blake y pude escuchar muy a lo lejos los gritos de la alerta que ya habían sonado los sirvientes que quedaron ilesos en nuestra intrusión. Entre los gritos escuché, con un placer inmenso, el lamento poderoso de una madre que ha perdido lo más amado bajo el yugo de su propia mano, de su propio odio, de su propia hambre de la primera sangre, era el lamento de un engendro que nace para nunca morir, el lamento de Luccia.
Ahí terminó la línea de sangre de los Giaccomo, ahí empezó mi poderío como la Lasombra más poderosa de mi tiempo. Todos me conocen como Maria Lloyd.
|