NUNCA HOMBRES SOLOS
Voz tan suave a punto de llorar, como si a esa edad todavía no fuera capaz de afrontar que se le quiebre en la cerradura la llave de la puerta del departamento una noche a la vuelta del teatro, se pinche la serpentina del calefón un domingo o haya un corte de luz imprevisto mientras prepara la cena, es difícil entender cómo esa mujer, refinada por lo débil , que amanece su sonrisa con delicadeza de nena, el pelo bien canoso y cortado a lo varón, pudo vivir tantos años sola después que se jubiló y encima murió la hermana con la que vivió desde los treinta años. O mejor dicho, después de lo que se supo, se empieza a comprender un poco más. Siempre hay una explicación.
Claro, cuando se dio cuenta que estar todo el día sin hacer nada le hacía mal, el médico estaba cansado de decirle que una mujer de ochenta años tiene mucho para dar todavía, fue que se animó a poner el aviso. Ella, una ex directora de un colegio como el Pringles, se tomó su tiempo para analizar cómo presentaría esa propuesta que, es bueno decirlo, la animó más de lo esperado por todo sus conocidos. Pensó tranquilamente cómo deseaba escribir, palabra por palabra, su ofrecimiento para cuidar personas mayores. No era por la plata que lo haría, la jubilación cubría sin problemas su austera forma de vivir. Acá se trataba de otra cosa, y ya sabremos que efectivamente así sería. Al fin envió el correo electrónico a la sección gratuita del diario Noticiones, lo siguiente: Mujer muy educada, se ofrece a cuidar gente mayor por las noches (no hombres solos) Con la ausencia de ansiedad que traen los años vividos, siguió su vida normal hasta el día en que sonó el teléfono en su casa. Una voz tan delicada como la de ella aceptó la elevada tarifa horaria, las condiciones de pago de taxi, esos detalles. Se trataba de una mujer que sufría ataques de pánico nocturno, para lo cual era medicada con fuertes calmantes para poder descansar. Empezó dos días después y todo marchó tan bien de entrada como las cosas que terminan muy mal. Una prima de la enferma fue la que descubrió la escena una mañana hermosa de ese julio tan frío, por error, cuando decidió visitar a su pariente, de cuyo departamento tenía la llave, sin aviso. La ex docente entendió enseguida que debía salir de la cama sin chistar y que todo lo que se animara a decir sería peor. Se vistió con la elegancia que la caracterizaba, antes había colocado a su dueña, totalmente dormida, con extrema suavidad, la ropa interior que yacía en el piso. Antes de salir la tapó con nostalgia. Después, bajó por el ascensor como si saliera de un sueño ajeno.
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“Se ofrece mujer para cuidar persona mayor durante la noche (no hombre solo)”. Gabriela llegó a su casa después de colocar, otra vez, su aviso en el diario. Dejó la campera por cualquier parte, fue hasta la cocina del departamento, dio de comer a Ofelia, su gata, sacó de la heladera el yogurt cotidiano para estar en forma a sus treinta y seis recién cumplidos. Sonó el teléfono. La voz era de señora grande, con los años ya había aprendido a conocerlas, interesándose en la oferta. Gabriela insistió con la condición fundamental: no cuidaba hombres solos. Ella aseguró que era la única habitante de una casa demasiado grande. Estuvo de acuerdo con el costo de la hora y le dio la dirección. Debía comenzar ya mismo. Apenas se encendieron las luces de la avenida, Gabriela estuvo allí. Subió por el camino corto de piedras brillosas. Tocó el timbre de una verdadera mansión, ventanas cerradas, altas como ángeles, puerta haciendo juego, madera noble recubriendo buena parte de la fachada. La mujer que abrió sonreía en plenitud, como si hubiese rejuvenecido. Apartó su cuerpo menudo sin decir palabra y, en cuanto Gabriela entró, hizo pie en la senda pedregosa, cerrando la puerta tras de si. Se alejó por la noche, mirando cada cosa con la novedad de una larguísima ausencia. Tampoco se supo más nada de la muchacha que había puesto el aviso.
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Don Emilio lo comentó con un poco de vergüenza en el velorio de Don Eufrasio, el nonagenario comerciante a quien cuidó, de noche nomás, porque de día el hombre andaba de acá para allá sin problemas. Resulta que un escribano lo había llamado apenas supo el deceso de su cliente para informarle que el mismo le había dejado a su nombre tres departamentos en Buenos Aires por los buenos servicios prestados durante los últimos cinco años. Pensar, culmina Don Emilio, en voz baja, gorra mano, mirando el cuerpo de su casi amigo tendidito en el cajón, que varias mujeres se presentaron antes que yo por el aviso pidiendo compañía publicado por Don Eufrasio, pero ninguna se animó a semejante riesgo, cuidar a un hombre solo, de noche. Cómo son las cosas, ¿no?
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Carola comenzó a trabajar cuidando a la señora de Márquez hace unos tres años. El señor Márquez movía su endeble figura para mantener la actividad de la casa chica, pero apenas si podía –con gran esfuerzo- asistir a su esposa por las mañanas. La señora caminaba con suma dificultad, de modo que Carola era la encargada de llevarla desde su sillón de mimbre hasta la cama, desvestirla, ponerle el camisón de hilo, darle de cenar, y escuchar las historias que la mujer había imaginado durante el día y a las que su esposo no prestaba atención alguna. Después de tanto tiempo, como entretenimiento, comenzó a anotarlos en cuadernos que abanonaba en una caja, al fondo del ropero. Cientos de cuentos muy imaginativos, que la señora le relataba en su impecable castellano. El señor Márquez se acostaba una vez que su esposa dormía y Carola velaba por ellos en silencio. Apenas si los despertaba para darles pastillas de color rosado, jarabes. Esta noche, la señora Márquez ha muerto. Su esposo está a los pies de la cama, cabeza gacha, lágrimas en su cara. Carola, junta sus cosas. Una ambulancia llega en minutos, se lleva el cadáver hacia la sala velatoria. El señor Márquez le paga la noche postrera, muy conmovido. Carola publicará, mañana, el mismo aviso de siempre. "Se ofrece mujer para cuidar persona mayor durante la noche (no hombre solo)". Ya en un nuevo trabajo, el mes que viene, verá en televisión al desconocido ganador del Premio Cuentos Para Todos, cien mil dólares y un viaje a Europa: el sonriente señor Márquez que, según dirá, escribe ocho horas diarias, siempre por la mañana, después de tomar un jugo de naranjas.
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