Doña María Antequera, contaba con apenas cinco años cuando las hordas del ejército arrasaron su comunidad.
Alguien la tomo en andas y logró llegar con ella al médano en medio de la muerte y la confusión, después ella corrió, corrió, corrió hasta que no pudo más y la atrapó la noche en el monte.
Cuando despertó al otro día, caminó en la inmensa soledad del caldenar, y al otro día y al otro.
Así fue como aprendió a disfrutar de despertarse al alba, con el trino de los pájaros que se desperezaban con ella y a dormirse junto al caldén que habitaban las lechuzas siempre alertas al peligro.
Y siguió caminando sin rumbo hasta que un día volvió sin darse cuenta y en vez de su toldería encontró un pueblo Huinca con cosas que nunca hubiera imaginado, entonces se sentó en la plaza a escuchar la canción de las campanas de la iglesia y mirar la gente desplazarse en carros y caballos iguales a los de la mañana del diablo.-
Fue cuando decidió quedarse y recorrer cada día con su atado al hombro aquel lugar insólito con gente que hablaba muchas lenguas raras y que la ofrendaban con comida y ropa.
Así se fue olvidando cual mundo era el verdadero, si el de las mañanas calmas de los flamencos y garzas en la laguna o el de los autos que frenaban bruscamente a su paso en las calles y los objetos que cruzaban el reino de los pájaros dejando una larga estela blanca.
Un día decidieron buscarle un hogar y la pusieron al cuidado de otra abuela del pueblo, pero el terror volvió desde el pasado y las puertas cerradas por las noches la obligaban a dormir escondida debajo de la cama, hasta que escapó y volvió al portal de la iglesia por si sonaban las campanas.-
Siguió así con su larga cabellera ceniza de ciento y pico de años por las veredas de arena de su vieja tierra, a veces se detenía a observar por las ventanas a las familias entretenidas frente al televisor y se le escapaba su voz de alerta: “guarda, guarda que pueden volver los milicos”