Mientras llueve violentamente, la gente se transmuta en pequeñas barcazas, con su proa oscilante. Apresura el paso, camina sorteando pozas, cada cual buscando un alero, cada una viviendo este diluvio a su manera.
Pequeños afluentes comienzan a desplazarse a lo largo de las calles, el viento atrona, los árboles se remecen con quejido de hojas mustias. Aroma a fritura se esparce por esa atmósfera húmeda, son las exquisitas sopaipillas que crepitan en el aceite hirviendo. En la penumbra de los hogares, la gente se recoge a sí misma.
Me anego, yo de dudas, afuera, el agua arremete,
la proximidad del desastre me acogina,
pronto seré un náufrago más, debatiéndome en el oleaje,
todos huyen descalzos, todos sonríen ante sus propios holocaustos,
la soledad es la más terrible de las olas, la mano invisible
que aprieta con crueldad mi corazón,
no soy capaz de pedir auxilio, ¿para qué, si todo es inevitable?
En un momento, estaré ante la instancia suprema,
la parca, investida de acuoso linaje, cobrará su cuenta,
derivará mi cadáver por océanos nacientes, seré una isla maldita,
el mensajero cenital de la desesperanza.
Torrentes acuden en breve, todo ha sido en vano,
hijos pródigos del infierno curarán mis heridas,
me cubrirán de ígneos caracteres, seré una prosa espuria,
un volumen apócrifo que sólo se leerá en ritos circunstanciales,
la grama renacerá bajo mis ojos desnudos, tierra, tierra,
puñados de tierra sobre mi faz, el último deseo del estigmatizado,
tierra y olvido, nada más deseo, así como la furia desatada,
el crepitar de las olas sobre las costas, se trueca en manantial,
así, una sonrisa al fin se posará sobre mis despojos.
El agua amaina. Ha cesado el momento de reflexión. Manos a la obra…
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