EL ANILLO
Buscaba una casa solitaria para robar. Al no ver luces encendidas ni automóvil en la cochera, supuse que no habría nadie. Entré con el auxilio de una llave maestra, y con ayuda de una linterna, caminando sigilosamente, comencé a recorrer los primeros recintos de la casa. Entre tanto, abrí una bolsa que llevaba a un costado, y empecé a llenarla con los objetos que impresionaban valiosos y acertaba a tomar. Estaba con los nervios de punta. La luz de la linterna me sobresaltaba con las sombras flotantes, inciertas, y me hallaba atento ante los menores ruidos que emanaban de la casa. Con la bolsa a medio llenar, decidí de pronto salir de allí y alejarme. El deseo fue imperioso. Abría la puerta de salida con cuidado, cuando súbitamente se encendió luz en el pasillo y apareció una persona. Su silueta se destacaba, oscura, en el marco de una puerta. Quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Quienquiera que fuera prendió otra luz, y se acercó; en vez de agredirme, saludó amablemente y me invitó a pasar a la cocina a tomar café. Sin salir del asombro, deposité en el piso la bolsa con sus objetos varios, y acepté la invitación. No parecía haber nadie más en la casa. Me inspiraba confianza, y en seguida comenzamos a hablar con naturalidad. En un momento dado, solicitó que le mostrara lo que cargaba en la bolsa. Avergonzado, prometí devolverle todo. "Esos son bártulos, chucherías, y carecen de valor", me respondió. "Sólo serán un estorbo para vos". Y para rematar su expresión, se quitó un anillo que llevaba en la mano izquierda, y me lo ofreció. Lo guardé en un bolsillo sin siquiera mirarlo; luego de agradecer la atención y despedirme, salí de la casa. Caminaba lentamente, sin voluntad de alejarme. Metí las manos en los bolsillos y al percibir el anillo en una mano, sentí remordimientos o una confusa sensación de culpa. Resolví, entonces, regresar para devolvérselo. Corrí hacia la casa, entré y fui directamente hasta la cocina. "Te aguardaba", dijo, "aunque no supuse que regresarías tan pronto". Pero el tono de voz desmentía sus palabras. Tomamos otras tazas de café. Le conté mi corta vida de ladrón, mientras comía un par de sandwiches con voracidad, y entre tanto le escuchaba decir cosas que parecían muy importantes, pero que yo no alcanzaba a comprender. De todos modos, disfruté vivamente de su compañía. Determinó que podría pasar la noche allí, y me tendió una cama para dormir con comodidad. "En adelante, si estás de acuerdo, podría hacerme cargo de vos", ofreció . “Veremos”, le dije sonriendo. Me sentía extrañamente bien, protegido, casi dichoso. Acostado, sentí que volvía a ser niño. Podría dedicarme a soñar nuevamente. Descubrí que estaba empezando a enamorarme, y no me asustó la idea. Parecía extraña, nomás. Percibí que tenía puesto el anillo en el dedo índice. No recordaba cuando lo había calzado, y quise jugar con él. Firmemente adherido al dedo, no lo podía quitar. El temor a lo desconocido me invadió, y temblaba. Los escalofríos me sacudían sin control. Con un miedo ingente, escuché sus pasos que se acercaban. Utilicé todas mis fuerzas para desprenderme del anillo, pero el esfuerzo resultó inútil, como inútiles fueron todas mis reacciones para oponerle resistencia. Me tomaba con inusitada firmeza y suavidad. Mientras acariciaba mi cuerpo con sabia determinación, me besaba con unos labios que nunca había sentido sobre los míos, húmedos y tibios, dulces y muy ávidos. Cuando entró en mi boca con su lengua y su cuerpo se pegó al mío, sentí que amaba como quizá nunca antes lo había hecho. Y también que nunca dejaría de amarle con una pasión irresistible, mientras llevara colocado en el dedo índice ese curioso e inefable anillo
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