“Cada vez que se acerca el 28 de enero me invade la tristeza. Ando con cara de pedir disculpa por mi existencia.
La gente no se apiada de mí. Quizás, pueda olvidarme de esta fecha cuando el resto lo haga. Pero a esta altura eso me parece poco probable.
Ya desde el 20 empiezan a torturarme, se acuerdan de los santos, rezan misas y no dejan que la Paulita descanse en paz. Este año parece que la difuntita hasta ha hecho un milagro, le curó el mal de ojo a la hija de la carnicera y la pata de cabra a la nietecita de la vieja Sandobal.
“Hace cinco años que mi hijita se fue para los cielos, padre, usted se acordará. Desde entonces ando penando. La gente insiste en hacerme sentir culpable y se encargan ellos mismos de castigarme. A veces imagino que estamos en el medioevo y que soy ajusticiado en la plaza pública; ahí la veo a la Rosita, al Juan, a la María insultándome con el rostro lleno de rabia mientras el fuego de la hoguera acaba con mis penas.
“Creo que eso sería mejor que sentir las miradas cargadas de odio que me arrojan cada vez que me ven pasar, sentir como susurran a mis espaldas. ¿Por qué no la culpan a la madre que se fue cuando mi niña tenía sólo tres añitos? La pobrecita no sabía decir otra cosa que mamá y estuvo un año llamándola, hasta que aprendió a hablar y después no se calló más. Siempre hablábamos mucho con la Paulita, me contaba lo que hacía en la escuela. Así fue como aprendí que Marte era un planeta y un Dios romano además de ser un día de la semana. Ahora hablo con ella solamente cuando me acuesto aprovechando que la noche está callada. Antes lo hacía también en el cementerio pero ahora con esto de que mi niña hace milagros, su tumba es la atracción del pueblo. Yo le escapo lo más que puedo a la gente por que no toleran verme. Hubo un tiempo en que dudaba hasta en bañarme. Andaba todo roñoso a ver si así se apiadaban de mí. ¡Ay Padre! parecía que mi aspecto lastimoso más los incitaba a odiarme aún más. Debería venir un huracán o una inundación, suceder alguna otra tragedia para que tengan en que pensar y se olviden de castigarme. Ya es hora de que me dejen en paz. Nadie extraña más que yo a la Paulita, nadie la quería como yo, si yo sólo quería lo mejor para ella. Que fuera a la escuela para que no fuera un burro de carga como yo. Le enseñaba a valorar las cosas para que no fuera una relajada como su madre. Siempre la cuidaba. Por eso le dejé la estufita prendida, para que no sintiera frío mientras yo estaba en el monte hachando y hachando. Después se levantó viento sucedió lo peor. ¡Tendría que haber arreglado ese vidrio roto!
“En la iglesia siempre es la misma situación, abro la puerta y escucho ese silencio que asusta hasta al más guapo, Padre. Entro y uno a uno los rostros me clavan sus ojos pidiendo venganza. Avanzo por el pasillo hasta sentarme en el primer banco y me late que su rebaño se me tirarían encima si no fuera que están en la casa de su Dios. Quisiera que ese Dios no estuviera mirando, total hay tantas cosas que no ve Padre, que una más no arruinaría su buen nombre.
“El año pasado no vine a la misa, no. No tenía fuerza para soportarlo. Pero en casa, con las calles vacías no me sentí mejor. Parecía como si hasta el sol se hubiese detenido en el horizonte. Quizás por eso me quedé en este pueblo. En otros lugares no saben que mi hija murió por mi culpa, no insistirían en castigarme. No tendría que andar pidiendo perdón por seguir existiendo. No tendría que seguir en esta condena diaria en que se ha convertido mi vida.
“Discúlpeme Padre, soy Roberto Salazar y debo recordarle que la misa es a la siete así que lo dejo para que vaya a prepararse. Si no le molesta entraré por el costado, para ahorrarme las miradas, vio. Estaré como siempre en el primer banco para que mi hijita me vea y quizás, también me perdone.”
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