Ofuscado Carlos, mecánico en ciernes, escucha el discurso técnico y acertado que el nuevo empírico le presenta. Antonio, enarbolando la llave francesa como una batuta, organiza la métrica de sus palabras como un director de orquesta. Carlos mira el bigote de Antonio derramarse sobre su labio inferior con el odio de aquel que sabe que no tiene tantos conocimientos como el que lo interpela. Tomando en cuenta que él mismo ha egresado de la academia más encumbrada en la preparación de técnicos prácticos entrenados en la reparación de motores a gasolina. Claro, el viejo babeante como piensa Carlos, no ha ido a ninguna universidad. Su mirada se acerca a los labios de Antonio, el cubierto por ese pelo alambreo y al delgado y húmedo, esperando ver escapar alguna gota de saliva de entre todas las sonoras letras que componen el látigo sobre la ignorancia de Carlos. Antonio no se equivoca en su presentación. Cada detalle fielmente descrito, abre cada vez una herida sobre los miles de conocimientos faltantes en la memoria del orgulloso Carlos. Los brazos cruzados en el pecho esconden la tensión superficial de la piel en sus manos. Sobre los ojos de Carlos, el peso del orgullo herido ha arqueado su ceño. Dios sabe que si Carlos tuviera que gastarle tiempo a la reparación del motor de viejo Simca abandonado al fondo de taller, el vehículo sólo podría ser rescatado como chatarra. Abelardo desde la esquina de su oficina de gerente, lo ve revolcarse dentro de su enorme ego, es testigo del odio de Carlos por tener que ser parte de la instrucción de alguien sin preparación. Lo único que atina a decirle es – hey Carlos siga barriendo.