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Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.

Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros..., los refectorios, la biblioteca.

En una de aquellas habitaciones, -en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones-, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.

A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.

De repente, el Inquisidor General de España tiró de la argolla de un timbre que no se oyó sonar. Un monstruoso bloque de granito, con su tapicería, giró en el grueso muro. Tres familiares, con las cogullas bajadas, aparecieron -saliendo de una estrecha escalera excavada en la oscuridad-, y el bloque volvió a cerrarse. Fue cuestión de dos segundos, de un relámpago. Pero aquellos dos segundos habían bastado para que un resplandor rojo, refractado por alguna sala subterránea, iluminara la habitación y una terrible, una confusa ráfaga de gritos -tan desgarradores, tan agudos, tan horrorosos, que no se podía distinguir ni adivinar la edad o el sexo de las voces que los lanzaban- pasara por la rendija de aquella puerta, como una lejana bocanada del infierno. Luego, el profundo silencio, los soplos fríos y, en los corredores, los ángulos de sol sobre las losas solitarias, que apenas alteraba, a intervalos, el ruido de una sandalia de inquisidor.

Torquemada pronunció algunas palabras en voz baja. Uno de los familiares salió y, pocos instantes después, entraron delante de él dos bellos adolescentes, casi niños aún, un chico y una chica, dieciocho y dieciséis años sin duda. La distinción de sus rostros, de sus personas, daban testimonio de una familia importante, y sus ropas -de la más noble elegancia, discreta y suntuosa- indicaban el elevado rango que ocupaban sus linajes. ¡Habríase dicho que era la pareja de Verona transportada a Toledo: Romeo y Julieta!... Con una sonrisa de inocencia sorprendida, -y algo ruborizados por encontrarse juntos- miraban ambos al santo anciano.

-Dulces y queridos hijos, -dijo, imponiéndoles las manos, Tomás de Torquemada- os amábais desde hacía casi un año (lo que es mucho a vuestra edad), y con un amor tan casto, tan profundo, que temblorosos uno ante el otro y con los ojos bajos en la iglesia, no os atrevíais a confesároslo. Por eso es por lo que, sabiéndolo, os he hecho venir esta mañana para uniros en matrimonio, lo que ya hemos hecho. Vuestras prudentes y poderosas familias han sido prevenidas de que ya sois marido y mujer y el palacio en el que se os espera está preparado para ofrecer vuestro banquete de bodas. Estaréis allí muy pronto e iréis a vivir, en el rango que os corresponde, rodeados más tarde sin duda de bellos hijos, flor de la cristiandad.

"¡Ah! ¡hacéis bien en amaros, jóvenes corazones de elección! Yo también conozco el amor, sus efusiones, sus llantos, sus ansiedades, sus temblores celestiales. Mi corazón se consume de amor, pues el amor es la ley de la vida, el sello de la santidad. Así pues, si he decidido uniros es con el fin de que la esencia misma del amor, que es sólo el Buen Dios, no se viera perturbada en vosotros por las demasiado carnales apetencias, por las concupiscencias que retrasos demasiado largos en la legítima posesión uno del otro entre novios, pueden encender en sus sentidos. ¡Vuestras oraciones iban a ser distraidas! La obsesión de vuestras ensoñaciones iba a oscurecer vuestra pureza natural. Sois dos ángeles que, para recordar lo que es REAL en vuestro amor, estábais ya deseosos de calmarlo, debilitarlo y agotar sus delicias.

"¡Que así sea! Os encontráis en la Habitación de la Felicidad: sólo pasaréis aquí vuestras primeras horas conyugales, luego, bendiciéndome -así lo espero- por haberos entregado a vosotros mismos, es decir a Dios, volveréis a vivir la vida de los humanos, en el puesto que Dios os asignó."

Tras una mirada del Inquisidor General, los familiares desvistieron rápidamente a la encantadora pareja, cuyo estupor -algo absorto- no oponía resistencia. Los colocaron uno frente a otro, como dos juveniles estatuas, y los envolvieron juntos en anchas tiras de cuero perfumado que los apretaban suavemente, luego los transportaron, tendidos, corazón sobre corazón, labios sobre labios, al lecho nupcial, en un abrazo que inmobilizaban sutilmente sus ataduras. Un instante después eran dejados solos, para su intensa alegría -que no tardó en dominar su turbación-, y fueron tan grandes las delicias que gustaron que entre besos ardientes se decían en voz baja:

-¡Oh! ¡si esto pudiera durar hasta la eternidad!...

Pero nada aquí abajo es eterno, y su dulce abrazo sólo duró, desgraciadamente, cuarenta y ocho horas. Tras las cuales los familiares entraron, abrieron de par en par las ventanas para que entrara el aire puro de los jardines: les quitaron los correajes, y un baño -que les resultaba indispensable- los reanimó a cada uno en una celda cercana. Una vez que se vistieron de nuevo, cuando flaqueaban, lívidos, mudos, graves y con los ojos huraños, apareció Torquemada y dándoles un último abrazo, el austero anciano les dijo al oído:

-Ahora, hijos míos, que habéis pasado la dura prueba de la Felicidad, os devuelvo a vuestra vida y a vuestro amor, pues creo que, de ahora en adelante, vuestras oraciones al Buen Dios serán menos distraidas que en el pasado.

Una escolta los condujo a su palacio en fiesta, donde se les esperaba; ¡todo fueron muestras de alegría! Sólo que, durante el banquete de bodas, todos los nobles invitados observaron, no sin sorpresa, que entre los nuevos esposos había una especie de incomodidad, breves palabras, miradas que se desviaban y frías sonrisas.

Vivieron, casi separados, en sus apartamentos y murieron sin descendencia pues -si hay que decirlo todo- no volvieron a amarse nunca más, ¡por miedo a que todo aquello volviera de nuevo!

Texto agregado el 18-06-2009, y leído por 186 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
28-07-2010 No alcanzo a entender el sentido del relato, me preocupa la dirección hacia la que va. Perdón por mi ignorancia. abulorio
14-07-2009 mis ***** muy bueno.. escribes con talento, bien por tí, por aca te andare leyendo saludos y buenos deseos. matthilda
22-06-2009 -4* Murov
21-06-2009 Buena historia. Entrete. Mis ***** cristtoff
21-06-2009 MUY INTERESANTE TU HISTORIA Y ME AGRADÓ LA FORMA DE NARRARLA****** YO-SOY-ASI
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