Una daga, un beso, el frenesí. Una gran secuencia de ficciones caricaturescas, anónimas de ritmos, huérfanas de bemoles y sostenidos, con hambre de pentagramas.
El colapso de un sueño aburguesado al ver su vereda proletaria que resiste el paso de los años, con inercias que no fichan a la hora de entrar.
El alivio de luto de Joaquín, noches en vela, partituras nuevas, un tinto, veinte parissiennes, un amigo infiel, curarse las penas dañándose. Rozar la eternidad con el divague, para volver al pan y circo de los traumas y de los conflictos, cubiertos de bijouterie sin calorías.
El receso. La pausa… la espera. El fallido intento de poner primera; el insomnio, cómplice de fracasos, que no quiere ver el vaso vacío de ideas, pero teme los desbordes. Y se llega por un camino de ripio disimulado con una alfombra de terciopelo a una fiesta de consecuencias, causas y teorías vanas.
La erupción volcánica del desahogo.
El rezo desesperado estando en la cornisa, pidiendo permiso para sentirse un gramo superior al grano de arena mediocre y estándar que flota en los discursos de las noches de gala en donde uno, y sus intenciones, valen menos que el traje que se lleva puesto.
Tener el tupé de esperar esas soluciones que no llegan, mientras la cabeza no deja la cuenta regresiva.
La apócrifa firmeza intachable que se desvanece cuando da calambre esa cara de mártir, esa voz sollozante.
¡Adelante!, la mesa está servida, no se olviden del reloj… en instantes comienza, con indomable adrenalina, la tan ansiada y sufrida cuenta regresiva.