Un prestigioso comerciante había adoptado a un pequeño rapaz que con el tiempo se transformó en su brazo derecho. El negocio prosperaba y todo funcionaba a las mil maravillas. Pero, de pronto, las cifras no cuadraron más y pese que las ventas aumentaban y la clientela los elogiaba, los ingresos no eran los esperados. Hasta que un día, el comerciante se dedicó a revisar las finanzas y constató que se estaba produciendo una evasión. Desconfió entonces de su contador y le recriminó. Pero el hombre, segurísimo de su honestidad, le solicitó que revisara sus libros y, no encontrando nada oscuro en los números, le pidió excusas y, con el corazón acongojado, dedujo que su hijastro tenía algo que ver.
Las cosas continuaron empeorando, tanto así que el comerciante, para reducir costos y con un inmenso dolor en su corazón, debió despedir a varios empleados que le habían servido durante años. Mas, no tocó a ese hijo adoptivo, porque, a pesar de todo, se negaba a creer que él le estuviese robando.
Tan catastróficos fueron los resultados posteriores que el comerciante debió hacer tripas de su corazón y llamó a todos sus empleados y le anunció que en muy poco tiempo, aquel prestigioso negocio cerraría para siempre, debido a su enorme insolvencia. Todos se entristecieron, puesto que su patrón era un hombre de muchos dones y no se resignaban a abandonarlo.
Pero, todo se cumplió irremisiblemente, el negocio cerró sus puertas y el comerciante se quedó en su casa y junto a él, su hijo adoptivo. Al poco tiempo, comenzaron a desaparecer los enseres de la vivienda, pero el hombre, resignado, prefirió hacer caso omiso. Se negaba a creer que aquel a quien tanto le había dado, fuese el causante de esas pérdidas.
Cuando aquella casa era sólo una ruina y el pobre hombre se debatía en su lecho de enfermo, llamó al hijo aquel y le dijo con voz desgastada: -“Sé que pronto moriré y no quiero dejarte en medio de la pobreza. Por lo tanto, cuando yo fallezca, le he ordenado a mi abogado que te haga entrega de cierta cantidad de dinero, que he conservado para que la recibas el mismo día de mi muerte”.
Pero la agonía fue larga y como en aquella mísera vivienda no quedaba nada de valor, ni tan siquiera un simple objeto que pudiera venderse, aquel hijo adoptivo se fue del lado del hombre, ya que no tenía la suficiente paciencia para esperar que el anciano muriera, ni mucho menos estaba capacitado para cuidarlo y atenderlo en esas horas lánguidas.
Aún así, antes de expirar, el comerciante pronunció su nombre, pero el débil eco de su voz no alcanzó a tocar las desnudas paredes…
|