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LA INFAMIA

Era un gran hombre, una de esas personas que te topas por la vida y te la cambian. Un tipo normal, simple y sencillo, como todo lo que lo rodeaba. Ya rondaba los setenta, y me transmitía una paz que solo a esa edad se puede entregar. Lo sentía como mi abuelo, ya que nunca tuve uno. Me estremecía con sus recuerdos de la infancia y de lo triste y difícil que había sido para él crecer en los tiempos que le tocó hacerlo.

Sus manos eran grandes y pesadas, al igual que sus pies. Ayudado por un bastón se movía lentamente por la casa, luego se sentaba y podía pasar horas en el mismo lugar, silencioso, con la mirada extraviada. Pensando quizá en qué cosas. Yo solía quedarme a su lado, tantas horas al día como podía, esperando que me endulzara el alma con alguna historia o con algún recuerdo de antaño. Me enseñó mucho de la vida, y me entristecía de manera sobrecogedora la sola idea de pensar en que pronto ya no estaría junto a nosotros.

Hasta que así, una mañana de septiembre de 2003 en su lecho de muerte me pidió que me acercara a él. Sin dudar lo hice. Su voz pálida era un hilo delgado que estaba por cortarse. "Debo confiarte un secreto" me dijo. Necesito irme en paz. Lo miré, sabiendo que aquel enorme esfuerzo de su parte habría de ser un valioso tesoro para mí. Lo escuche:

-Hijo...- respiraba débilmente -hay cosas en mi vida de las cuales no estoy orgulloso-. Se tomó una pausa. Tomó mi mano y la apretó con sus pocas fuerzas, y continuó. -Tengo miedo.
-Tranquilo viejito, tranquilo. No hace falta hablar-. Me estremecí por dentro. Me fue imposible contener el llanto.
-Maté a mucha gente hijo. Fui milico- entonces sus ojos secos, esbozaron una ínfima lágrima. -No hay un solo día en que los fantasmas no me vengan a torturar. Fue el peor error de mi vida y me llega la hora. Tengo miedo.

Se aferró a mí, me miró con rudeza, como el uniformado que alguna vez fue, y que nunca supe. Quizás su mirada me pedía ayuda. Era como la mirada de alguien que espera algo más. Entonces se fue.

Y ahora, tengo mis pensamientos revueltos. No se qué pensar. Está muerto y tengo una mezcla de pena, tristeza, amargura y rabia. Mi abuelo fue víctima del maldito régimen, mi padre se salvó por poco. Y yo aquí con los sufrimientos a cuestas. Me pregunto por qué me lo habrá contado a última hora. ¿Por qué dejarme así? Una inmensa angustia acompañó mi andar por mucho tiempo.

Pasó un año de su muerte y recién volví al cementerio para verlo. No llevé flores ni nada. Solo él, solo yo. Fuimos grandes amigos, pero ahora siento que no puedo perdonarlo, ni estando muerto. Una orden suya, el 25 de mayo de 1976 le costó la vida, acribillado de 43 balazos a mi abuelo, Luis Abelardo Guzmán Saldaña, quien ese mismo día cumplía 54 años de vida, que terminaron prematuramente en muerte. Qué puta infamia. Mi boca se quedó cerrada, como aquel ataúd, mis ojos también.

Texto agregado el 16-06-2009, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-06-2009 Siempre es grato leer tus textos. Saludos.***** susana-del-rosal
 
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