Me despierto, apago el despertador. No quiero salir de la cama, quisiera seguir sintiendo tu respiración sobre mi nuca. Tengo sueño. Quiero descansar en ti, quiero seguir sintiendo tu abrazo y cubrirme del frío de la madrugada con tu cuerpo. El despertador vuelve a sonar más colérico, más metálico que antes. Tomo un último suspiro y me levanto. Enciendo la luz, te miro y sonrío. No estás, pero hay marcas de dos cuerpos en mi colchón. Me meto a la regadera y mientras el agua cae sobre mi espalda, me quejo de ésta rutina, de ésta vida, de éste baño y de ésta agua. Pienso en ti y sonrío otra vez. No estás, pero siento tus manos lavando mis cabellos. Imagino cómo serían las mañanas si estuvieras aquí. Quizá me contagiarías con tu sueño y la regadera tendría que esperar más tiempo. Salgo de la regadera y me empiezo a vestir. Pienso que si estuvieras aquí, definitivamente seguirías dormido. En la cama, las sábanas revueltas parecen dibujar el contorno de tu cuerpo en reposo. Las sacudo y descubro que no estás, pero un olor parecido al de tu sexo me envuelve. Seis y quince, ya es tarde. Termino de vestirme mientras tarareo a Miguel Bosé. Morena mía, tararí, tarará. Me subo al coche y enciendo la radio. Una luz violeta y naranja en el horizonte anuncia el sol que se asoma. Me gusta ver cómo sale el sol, cómo la luz de la mañana alumbra el cerro. Vuelvo a pensar en ti, en por qué no te gusta Monterrey. A mí me gusta Monterrey a esta hora de la mañana. Hasta la negra y tediosa avenida se ve preciosa junto a los hornos de fundidora y el río sin agua. Pienso en ti otra vez, y te canto la canción de la radio. Me siento feliz, porque a final de cuentas, me dejaste lo mejor. Qué bueno que te fuiste, te tenías que ir, todos tenemos que irnos tarde o temprano. Tu venganza es todo un éxito. Te sigo queriendo, a pesar de que ya no estás más en este mundo. A mi derecha, un carro me rebasa, y yo sigo conduciendo sin amargura, como todos los domingos, al cementerio.