Disfrutaba aquella tarde de otoño, suave y fresca. A tu lado, el aire era mas puro y los colores mas vivos. Todo era lindo, y se me ocurrió escribir un cuento. Vos estabas por escribir un cuento de duendes, pero yo no encontraba un tema. “Inventame un tema” dije. Rápidamente contestaste: “Intensidad, libertad, agonía” y agregaste, no se por qué, “y que no sea erótico”.
Luego de besarte, sintiendo el calor de tu rostro junto al mío, caminé hacia el auto. Me dije que era difícil escribir un cuento que incluyera esas palabras. Si hubieras dicho, duende, princesa, hada, payasita, gatita con botas…Pero tu tema parecía mas bien filosófico. Tal vez escribiera un ensayo. Pero apenas llegué al auto, me acordé de aquel hombre que jamás había conocido antes. Era un hombre joven, que era visto como hombre mayor. No existía siempre. Solo era cuando sentía. Y observé cuanto sentía en ese mismo momento. Brillaba el sol, las hojas rojas eran mas bellas y crocantes. El mismo cielo era mas celeste, las nubes mas blancas y hasta las ramas secas eran mas coloridas. Todo era intensidad cuando sentía, y solo existía cuando sentía.
Pero ese hombre no era libre de existir. No tenía libertad de hacerlo. No estaba en una prisión, ni detrás de rejas o ladrillos. No había murallas que lo encerraran, pero no podía salir de allí. Era su propio guardián, y jamás sería libre.
Solo podía imaginar libertad. Amputado de sentidos, prisionero su cuerpo, sentía intensamente con su imaginación. Volaba. Recorría mundos no existentes, rozando con sus labios flores perfumadas. Miel dulce llenaba su boca intensa, mientras miraba sus labios. Y las manos, quietas, inmóviles, prisioneras, recorrían cariñosas el rostro de la princesa, rozando el escalofrío, generosas de amor. Y luego esas mismas manos ansiosas ahora, recorrían su cuerpo delgado y deseado. Y por fin se acercaban a los placeres, y humedeciéndolos, los tomaban. Su cuerpo inmóvil se llenaba de calor y tenso, pleno, buscaba vacíos que ocupar. Y todavía quieto, esclavo, prisionero sin murallas, explotaba de placer en su imaginación, su cuerpo mudo, sin sentidos.
Era intenso el sentir imaginado. Y las manos, atadas a un cuerpo preso, insensibles, porque no podían acariciar, sentían profundamente, vacías de tacto. Y acariciaban sin poder sentir, acelerando el corazón, desbocándolo, sintiendo intensamente cada roce real, escaso y fugaz.
Llegué a un paso de ferrocarril y allí, detenido, me di cuenta de que estas últimas ideas tenían un cierto erotismo amoroso. Me habías limitado, y encerrado, y no casualmente, sin querer. Sabías que todos mis pensamientos me llevaban a vos, y sabías que intensidad, iba a significar, amor, deseo, placer soñado… Y que libertad era lo que no tenía para hacer intenso y real mi amor y mi deseo, para llegar al placer soñado. Lo dijiste rápido y sin pensar, pero intuitiva, quisiste frenar mi imaginación.
No debiera ser erótico, dijiste, pero toda sensación imaginada e intensa, no concreta, es erótica. Y cada vez que miro tus ojos y me conmuevo con tu sonrisa… Y cada vez que miro tus labios e imagino sabores… Y cada vez que siento un roce de tus manos…
Se abrió el paso a nivel, y avancé. Agonía, habías dicho. Agonizar es acercarse a la muerte, pero el hombre que no había conocido antes no estaba muriendo. Su imaginación intensa y libre le llevaba a mundos de ensueño, donde era feliz, reales sus sueños. Y los sueños son eternos.
Fue entonces que llegué a la puerta de mi casa. El hombre que antes no conocía, agonizó apenas un segundo, y desapareció. Mi corazón latió sobresaltado ese mismo segundo, como que algo entraba en él. Luego, apagué el motor del auto y descendí. “En cuanto pueda”, me dije, “lo subo a “Los cuentos”, para que lo leas y lo sientas”.
Tal vez esta historia, real y corta, parezca un cuento. Y hasta puede parecer un cuento tonto para un lector ocasional, pero sin duda, princesa amada, tú sabes que no es cuento. Porque sabes que la realidad es un cuento, y los sueños son la vida.
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