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Las vías sobrepuestas, consumiendo viejos durmientes, chirriaban ante la presión de las ruedas metálicas del tren que comandaba la vetusta locomotora.
La curva anunciaba, junto al humo desplegado por aquella chimenea, la proximidad del andén de la estación, que esgrimía, con su cartel de madera, el final del recorrido de mi destino.
La distancia de mis pies devoraban ondulantes sendas de tierra, hasta llegar a la casa vieja. El aroma del verdor del descampado me sustraía de la niebla gris de la ciudad. Algunos matorrales quemados ofrecían sus cenizas aún candentes, para que mis ojos se llenaran de lágrimas, irritados por la nube engendrada en la hojarasca desbrozada de la savia ya sin fuerza.
Y mientras el caminar se aceleraba, acompañando al vértigo de mis inquietos latidos, la puerta de la casa vieja se abría para cobijarme en esos pechos pletóricos de abrazos, caricias y besos.
La mano encallecida de Atilio jugaba con mis cabellos ondulados y rojizos, al tiempo que la tersa palma de María Celia se apoyaba en el costal de mi cintura, como apretando la extrañeza del anhelo.
Mis abuelos se encimaban en su decir, preguntando las mismas cosas de siempre, con la curiosidad que se contiene en la primera vez. Y a medida que iba quintándome los zapatos para sentir, tangencialmente, el espíritu alojado en las baldosas del tierno aposento, la magia natural inundaba mis sentidos, exaltando, aún más, mi condición de soñadora.
Como un boteal perteneciente a un cuento, los parrales de rufetas caían como lluvia sobre la oronda boca del aljibe. La violeta brillantez de las uvas enracimadas desde los altos de ese techo improvisado, hacían imperceptible la galería que acordonaba el recorrido de nuestros cuerpos. Los rayos luminosos del sol del mediodía atravesaban las cepas, como anunciando el saludo del cielo complacido, mientras el algodonado tránsito de las nubes matizaba, en minúsculas sombras, el jardín multicolor. La variedad floral daba paso al aura palpitante que se prodiga con la primavera, como si un instante de eternidad envolviera el largo pasillo de la vieja casa.
El aroma a comida se respiraba como un acostumbrado mensaje de parabién. Las fragancias se mixturaban a medida que íbamos llegando a la pared que dividía el pasillo, donde las imágenes visuales se asociaban al olfato.
Un huerto prolijamente trabajado; las brevas que asomaban tenuemente de la higuera como dando la bienvenida; los árboles frutales presagiando la buena cosecha, y ese fondo de brebaje con plumas de colores, en donde el dueño gallardo de ese predio lucía su cresta y su canto, como si se tratara de una nueva alborada, establecían un marco de bondades exhultantes.
Durante la siesta de mis abuelos, mi estado de contemplación me ofrecía fantasías idílicas, de final tornasolado, de viajes entrañables y fantásticos. Y creo, que la fuente inspiradora del entorno era el elemento prodigioso que sustanciaba mis motivos.
Hasta que un día, las altas puertas de aquella humilde galería nunca más volvieron a abrirse. La herrumbre de los tiempos inexorables se fue tragando, poco a poco, el argumento del cuento viviente y los afectos.
Las manos encallecidas y la ternura de las palmas, son el único recuerdo que me quedó impregnado en mi llanto y en mi alma.
Frutos que el viento convida y no son más que ramas.

Texto agregado el 27-05-2004, y leído por 171 visitantes. (0 votos)


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