A MI HIJO
Sabes, hijo mío, a veces me entran tantas ganas de tenerte frente a mí, contemplarte a los ojos y preguntarte cómo te va, cuáles son las cosas que esperas de la vida, y si tuvieras algún día tiempo para ir a tomar un café lo haríamos como si fuéramos dos amigos.
También debo confesarte que me gustaría ponerte los escarpines tejidos por tu abuela y esperar el ajó de tu sonrisa prolongada, para poder secarte con esa toallita celeste del osito tu boquita salpicada de burbujas.
Nada me agradaría más que acompañarte a tu primer día de clases para to-marte de la mano y jugar a ver quién tiembla más de ansiedad y nerviosismo.
Estar gritando nuevamente aquel gol definitorio que permitió que nuestro club de barrio saliera quinto, delante de equipos más competitivos y profesionalizados que el humilde Social y Deportivo Terremoto.
Tenerte en casa junto a tu novia quinceañera de enrojecidas mejillas y ojos de caramelo, y recordar los balbuceos de la mutua complicidad, repleta de pudores y respetos.
Recuerdo cuando te esperé en la esquina de aquel bar mientras hacías la revi-sión correspondiente a tu ingreso al servicio militar y que llegaste con el rostro pálido, diciéndome que fuiste aceptado y que solamente te quedaba esperar “el destino”.
Y hoy, hijo mío, quiero expresarte toda mi admiración y mi orgullo, para calmar la memoria de lo incomprensible y entonces leerte estos párrafos que tanto nos con-movían, cuando te los leía antes de conciliar el sueño en aquella cama de tu cuarto familiar.
10 de Junio de 1820. “Muero tan pobre que no tengo como pagarle el dinero que Ud. me ha prestado. Pero no lo perderá Ud.. El gobierno me debe de mis sueldos algunos miles de pesos. Luego que el país se tranquilice le pagarán a mi albacea, el que queda encargado de satisfacer a Ud. con el primer dinero que reciba”.
19 de Junio de 1820. “Mi reloj de oro, Sr. Reajed, mi fiel médico, es todo cuanto tengo para dar a Ud, hombre bueno y generoso. Ni las cobijas de mi lecho moribundo me pertenecen”.
20 de Junio de 1820. En su lecho de muerte lo último que se le escuchó decir fue: “Ay, Patria mía”.
Te acuerdas. Querido hijo. Cuántas veces se deslizaron lágrimas por nuestros párpados, tratando de interpretar la angustia de ese hombre honesto, creador de nues-tra enseña patria y precursor de nuestro ejemplo.
Qué ironía!, hijo mío. Pensar que este nombre te sumergió junto al acero retor-cido de aquel barco, que fuera el sensible holocausto de nuestra lucha soberana por Malvinas.
Hijo. Hoy solo te contiene una breve pared, con tu rostro y con tu nombre, a quien le estoy hablando como a una presencia del añorado recuerdo, que testimonia en estas flores el dolor de haber sido tu padre dolorido y orgulloso como el amor que me entregaste.
Espérame, hijo mío. No te alejes mucho que aún me queda para hablarte.
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