Ícaro en el mar de Tomé
Ícaro camina por la orilla del mar, es la hora precisa, más tarde sube la marea y deja aislada la casa de sus amigos pescadores, que se encuentra en una caleta camino a Cocholgüe, es la única familia que permanece, el resto de los pescadores han dejado el lugar, algunos se han mudado al pueblo y otros simplemente han buscado otros oficios.
La casa está alojada en un lugar ganado al cerro, bajo el cementerio del pueblo, en la falda del cerro algunas cruces avanzan hacia el mar. Ellos tienen el espacio preciso para proteger el bote de las olas que se acercan sin sigilo durante la noche y también para secar y salar los peces y las algas que por años han sido el sustento de la familia.
Ícaro va al encuentro de Frida, hija adolescente de sus amigos, que él sabe que existe, pero que nunca ha conocido personalmente. No ha recibido ningún llamado, sin embargo sabe que ella lo espera.
Al acercarse a la casa, Ícaro saluda con una seña a sus amigos, que se encuentran colgando huiros en unos cordeles que suben por la falda del cerro. Frida sale corriendo y lo abraza con fuerza, ríe, y se escucha: sabía que vendrías, hace mucho que te espero, si hubiera conocido cómo es la entrada a tu morada ya te habría visitado, pero ese lugar donde tú estás me resulta extraño, ojalá que acontar de este día no nos separemos jamás, aquí estoy muy sola y no tengo con quien jugar.
Ícaro se fija en Frida, ella tiene el rostro impregnado de sal, igual que sus padres, tanto tiempo frente al mar y recibiendo la espuma de las olas durante toda la jornada los ha señalado con esta marca ya indeleble, ella es jovial y está llena de movimientos, pareciera que no se va a detener jamás.
Cuéntame, dice Frida, qué haces durante el día, cómo te entretienes en ese laberinto.
No me entretengo, responde Ícaro, por eso estoy aquí, necesito tu ayuda ya que hay cosas que no puedo resolver solo.
Yo te puedo ayudar, sólo dime lo que deseas, contesta Frida y le tiende la mano, pero antes dime por qué acudes a mí.
Vengo a ti pues la otra noche te vi volar, estabas frente a la plaza del pueblo, sobre el techo del “Lucero”, tú y varios amigos danzaban suspendidos y al ritmo del viento, se reían, desbordaban alegría, y yo sé que la única forma que tú tienes de salir de aquí en la noche es volando.
Frida se acerca y susurra, es cierto, sin que sepan mis padres me hice unas alas y puedo salir, sólo llego hasta la plaza, de noche y por arriba del cerro, volar sobre el mar o de día, tú sabes, es peligroso.
No me importa el peligro, asegura Ícaro, sólo me motiva abandonar este encierro por un instante, como lo haces tú. Y aunque no estés a mi lado te sentiré conmigo y desearé volver a contarte lo que vea al otro lado del horizonte.
Frida pensativa replica: no, es mejor que vengas a mi playa y juguemos durante el día y por las noches sólo tienes que aprender a transitar en tu laberinto, es la ayuda que hoy te puedo entregar, mis alas son limitadas, pero tal como están quiero conservarlas, quizás puedes intentar otros caminos. Por ahora te puedes quedar en casa, aunque no a mi lado, mis padres te acogerán, lo invita con gentileza.
Ícaro, mudo, se niega con un movimiento de cabeza, encoge los hombros y se despide con la mano.
Frida lo contempla desde la puerta de su casa.
Las olas respetan a Ícaro durante un momento, la espuma lo protege, la sal lo paraliza.
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