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ELLA EN EL ESPEJO


ANDRÉS AMADOR (Andreus)


Cuando la vi estaba parada debajo del semáforo. La redonda y espesa luz verde formaba en su cabeza un aura de insana rebeldía. Su vestidito color fresa, sus medias arco iris de lana virgen resaltando unas piernas largas y macizas y su sonrisa melancólica, denotaban una soledad especial y misteriosa. Decidí que no había nada más en este mundo que ella y me dispuse a seguirla hasta el fin del mundo. Cruzó la calle como toda una maestra, con soltura, propiedad y hasta pedantería. Sus zapatos de plataforma rozaban levemente el asfalto, mientras su bolso, su gran y pesado bolso café turquesa, se movía suavemente entre su axila recogida por el sudor de la tarde. Caminó hasta la calle principal donde desembocaba un remolino de sudores y ansiedades, vidas humanas movilizándose como fieles y ordenadas hormigas en medio del sopor de las tres. Mis ojos no podían desprenderse ni un minuto de su cabello dorado, de sus caderas saltarinas, de su andar hipnótico. Creo, no lo supe nunca, pero al girar dos veces seguidas hacia atrás su cabeza de adolescente, cayó en la cuenta de que la estaban espiando. A la primera simplemente me miró con distancia y frialdad, como si tuviese un vago presentimiento de que alguien la seguía, pero sin dejar ver la angustia de saberse observada. A la segunda, movió de un lado otro su espesa cabellera y me lanzó una mirada pícara, maliciosa, como si me invitara tácitamente a hacer parte de su camino.

Sin embargo continuó su andar sin darme más crédito que el de aquellas rápidas miradas furtivas. Extendió Su blanco y delgado brazo y atrapó con su mirada el bus que la llevaría hasta su destino. Como pude alcancé a subirme en aquel transporte atestado de almas. Pagué el precio justo del pasaje con el dinero que me quedaba en el bolsillo de mi camisa escocesa. Mi mis ojos ansiosos la buscaron entre el amasijo de cuerpos despernancados a lo largo del vehículo. Cuerpos altos, bajos, amplios, deformes, informes, compuestos, descompuestos, hábiles, retadores, amacijadores, bondadosos, prestidigitadores, dispuestos, cuerpos y gente de pie en medio del río de la vida.

Por fin, en la esquina más desvencijada y callosa del bus, sentada, poderosa, como la mismísima reina de Java, se encontraba sentada y mirando distraídamente el paisaje deforme que pinta la velocidad. Intenté llegar hasta sus predios, pero fue una tarea infructuosa y difícil. Dos traseros gigantescos custodiaban el centro del vehículo como un inmenso peaje de carnes voluptuosas. Decidí vigilarla a prudente distancia, pero sin despegarme ni un solo minuto de su humanidad juvenil.

El viaje duró menos de lo esperado. Los traseros le abrieron paso como dos pesados portones. Entonces su perfume dulce y tierno de crema para bebé pobló mis dos fosas nasales y su silueta rozó lascivamente mi trasero chupado. Saltó del vehículo con gracia de bailarina de ballet y comenzó a caminar despacio y sin preocupaciones. A la media cuadra decidí lanzarme hacia el vacío de la calle. Como pude llegué hasta el frente de un edificio de ladrillo y baldosas rosadas. Ella había entrado a la edificación hacía pocos segundos. Busqué una de las bancas del parque y senté mi pequeño y desaliñado trasero con la esperanza de volverla a ver. Esperé días y noches bajo la inclemencia del frío del amanecer y el sopor del verano. Fueron días hambrientos e interminables comiendo las migajas que dejaban las palomas, devorando la buena voluntad de los escasos paseantes y pensando solo en ella como el barco salvador después del naufragio..

Pero la paciencia algún día se acaba. Entré al edificio timbrando en cada apartamento, decidido a encontrarla pasara lo que pasara. En el último piso, la puerta estaba entreabierta. Entré lentamente, como si presagiara algo grande. Recorrí con pasos de marido desjuiciado la gran sala revestida de satín y muebles victorianos. Me desplacé atento por cada uno de los cuartos, revisando palmo a palmo el lugar con la esperanza en los labios. Al llegar al blanco y límpido baño, mi corazón retumbó extrañamente. Abrí la puerta de la bañera pero solo encontré una pegajosa mezcla de agua y jabón trasnochado. En el espejo frondoso y amplio, mi reflejo se fue transformando ordenadamente. Primero fue mi cabello. Unos desordenados rizos dorados fueron poblando por completo mi árido y brillante cráneo. Luego mi cara se tornó más femenina. Mis inquietos ojos negros se aclararon hasta llegar a un verde pálido, mi nariz puntiaguda y fibrosa se aplastó poco a poco hasta alcanzar una forma casi plana con fosas nasales pequeñas y moldeadas. Mis labios antes gruesos y desatinados, se fueron reduciendo hasta quedar como una sombra roja y brillante. De mi pecho saltaron dos senitos pronunciados y puntiagudos y mi plana contextura se alzó en dos curvilíneas caderas. Entonces cerré los ojos al horror de verme convertido en ella, pero era demasiado tarde. El espejo en el que me veía reflejado, era en realidad mi propia y femenina vida.


Texto agregado el 27-05-2004, y leído por 176 visitantes. (0 votos)


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