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Lunes, siete a.m.
Ella echa un vistazo a Cosme, desde la puerta del baño, él está dormido. Quita su ropa interior, abre la ducha. El agua pronto está justa, detrás de la cortina plástica, la bañera blanca y lisa como una frutera de mármol. Ella se recuesta en un extremo, está a gusto.
Roxana había tenido cuidado de no despertar al hombre al levantarse. No era usual que estuviera despierta en ese horario. Había pensado en esos cosméticos para ocasiones especiales. La lluvia de la ducha estira su enrulado pelo negro hasta pasada la mitad de la espalda. Comienza a enjabonarse. Pequeñas islas blancas de jabón flotando en las baldosas grises, entre esos tobillos.
Ella encoge sus piernas con el propósito de apoyar su torso en la pared envolvente de la bañera que no va a llenarse, un charco cálido se forma entre sus nalgas pegadas al suelo. Observa el camino del agua, las gotas rompiendo contra su vientre para bajar por la ingle y formar aquel charco hasta perderse en su camino hacia el desagote, como un arroyo mínimo.
El vapor desluce paulatinamente el espejo, Roxana sabe que va a precisarlo y por eso ha dejado apenas abierta la puerta, tiene tiempo para dejar gracia su cabello, y luego su rostro.
Se toma los pezones con dos yemas mientras resuelve algunos recuerdos; una habitación de algún verano, un mar embravecido, algún incógnito sin rostro, varón. Ella siente unos pinchazos, aprieta las yemas y cierra los párpados.
Roxana está mentalmente resuelta, piensa en aquello que él le representa, una imagen salvadora pero atroz, sabe bien lo que va a hacer, su corazón se acelera de golpe. Ya no tiene jabón en el cuerpo. Pronto no siente la angustia. Casi nada.
Se recorre con sus dedos. La sangre a borbotones como intentando escapar hacia sus vísceras, las mismas yemas bajando por el ombligo hasta la vulva, al principio, buscando destino imprescindible a la sangre como en torrentes; desde el cerebro con aquella habitación y ese mar golpeando las costas desesperado; el fulano sin cara y de lengua rumbosa, desde el encéfalo al clítoris como el timbre mismo de todo firmamento y de allí, la homofonía gentil del arrullo de la ducha; cascada de lenguas y caricias. Los dedos encontrando poros que se hacen enormes, generosos; y los ojos cerrados dibujando caras sin sexo definido, pero encendidas; justas, puntuales. Algún falo de cabeza ancha y lustrosa desde un cuerpo sin censura, grotesco, perfecto, casi mujer; el mismo y único destino. Un primer estremecimiento le hace estirar las piernas hasta una posición incómoda para la nuca; le hace mover más a prisa aquellos dedos que intentan manejar el fantoche orgásmico.
Se relaja algunos instantes restituyéndose las piernas trémulas; regresando el tronco hacia el
respaldo de la bañera. Busca ahora un chorro cálido que le regale los pezones duros, desde el cielo de su ducha divina; lo encuentra; y un último temblor prolongado se apodera de su humanidad contrayendo de un solo golpe todos los músculos. Un relámpago de ira, antes del relax. Toma el bisturí para hundirlo en la yugular, una ruta más de aquel orgasmo. Los dedos de la zurda en la vagina furiosos, parejos con los de su diestra sujetando el mango de un filo que traza una larga y profunda grieta en su propio cuello al compás de aquellas trepidaciones. Un caño fino de sangre salpica la cortina dúctil para correr inmediatamente en algunos riachuelos exiguos hacia el agujero de despedida; con su orgasmo cumplido; su odio entero, y su último aliento.
Roxana mira en su espejo nebuloso sus tetas apretadas por el corpiño de encaje. Queda bien. Calza su blusa, está casi lista. Se ve hermosa, se siente fresca. Colorea sus labios con un rojo intenso; y luego ensaya un beso y una mirada ante el vidrio testigo. Se toca los cabellos enrulados, no se secarán pronto y eso es mejor, así se ven más largos y brillosos. Imágenes pasadas y aquel tipo. Una vida sin aprontes, mentiras necesarias. No hay nada que perder, una ojeada a las medias de nailon y al cuarto de baño. Tiene la cartera preparada. Los zapatos de taco y el tapado junto a ella. Camina descalza hacia la puerta de salida para no despertar al hombre que duerme. El reloj marca las siete cuarenta. Una vez en el ascensor calza sus zapatos prietos y se coloca el tapado. Tiene tres cuadras hasta la confitería.
La calle de lunes de Buenos Aires, es su calle de siempre. Pero ahora de mañana; sin miradas, sin las mentiras características de la propia noche ciudadana. Roxana sabe que se está yendo. No mira atrás, respira hondo el aire porteño y se llena los ojos de edificios y porciones de un cielo endeble, de taxis y sendas deslucidas.
Una vez en la confitería encarga el desayuno. Café doble cortado con tostadas y mermelada. Lo de los días de madrugar. La esquina luminosa y el ruido de la máquina de café. Los mozos frescos, sin ese olor a comida en la ropa. Gente de las oficinas que lee el diario en las mesas. Los ha visto, los conoce y los juzga y los odia. Todos los tipos el mismo tipo, ella es divina, así se ve; no concibe los matutinos de los lunes con sus páginas deportivas, comienza, en aquella mesa a odiar igual que muchas otras veces. Esa sensación incontrolable. Las tostadas rugiéndole entre los dientes; intragables. El café metálico como un cuchillo en la garganta. Ocho y tres en el reloj, y sus ojos mirando fijos la nada; los ríos de sangre desbordantes y el corazón martillándole los tímpanos.
Roxana observa que hay pocas mujeres en el lugar. Ya es la hora, el baño de damas estará vacío. No importa, ella se levanta de la mesa, toma su cartera y se dirige hacia allí. Sabe el camino, nadie se pierde en un bar para esos lugares.
El espejo cubre toda la pared, lo iluminan varios focos pequeños. Roxana empieza a fijarse otra vez en sus tetas y su rostro. Corrige el rojo que la taza de café ha quitado de sus labios; su cabello negro sigue brilloso. Está perfecta aunque ya sin fichas; sus dedos acarician el pelo húmedo y bajan por el cuello hacia el escote de la blusa. Sabe que está sola en el baño; entonces abre la cartera y saca el teléfono celular, marca el número mientras sigue mirándose en el espejo. La otra mano saca el revólver del mismo lugar, furiosa como la que sujeta el celular, como la sangre revoltosa que corre por sus venas sin destino cierto más que el de aquellas yemas temblorosas. Está decidida, en una oreja el teléfono y en la otra el caño frío. Ya no importa quien atienda esa llamada.
Cosme despierta sobresaltado por el timbre del teléfono, nota el espacio libre a su lado y de un salto se dirige a la mesita ratona. Contesta y escucha una voz suave que le dice -adiós amor- y un ruido confuso pero fuerte, como un cohete. Nada más. No reacciona, por un lado siente alivio al escuchar la ducha abierta. Camina hacia el baño con intención de orinar mientras ensaya una explicación para esa llamada a esa hora; como había ensayado muchas veces a toda hora y ante la misma persona y siempre la misma voz del otro lado. -equivocado- dice mientras levanta la tapa del inodoro, y al notar que nadie contesta mira hacia la cortina plástica que esta vez tiene un nuevo diseño, un lamparón rojo como un óvalo afinado hacia abajo. Cosme corre dicha cortina y sólo encuentra el cuerpo inmóvil de mujer con algo metálico clavado en el cuello.
El hombre despierta sobresaltado por el despertador, como muchas otras veces los lunes. Ocho quince. Se incorpora y la habitación de siempre con el resplandor de la mañana escabulléndose por el ventanal del comedor hacia aquel cuarto. Esta vez está sólo él en la cama de dos plazas. Camina hacia el baño para afeitarse, luego le toca la ducha y llegar justo a la oficina.
En la confitería el estampido ha conseguido alarmar a la gente de las mesas. Los dependientes se paran en la puerta del baño de damas para que nadie entre. Alguien llama una ambulancia mientras los concurrentes son invitados a retirarse del lugar; se genera un tumulto en la puerta.
El hombre en el cuarto de baño ha reparado en el aire caliente del recinto; además del espejo transpirado, ese ambiente distinguido, doméstico. Comienza a enjabonarse las mejillas con espuma, como siempre. El ruido de ambulancias desde la calle es normal, prende la radio portátil por los servicios meteorológicos, las primeras noticias. Como cada mañana. Todo en su lugar, pero lo extraña la ausencia de su mujer. Asoma la cabeza por la abertura del baño y dice a media voz: -¿Roxana, estás?-... No obtiene respuesta. Mira en el espejo su cara espumosa, blanca; toma con las yemas húmedas el mango de la afeitadora de doble hoja. Un camino ancho y ocre de piel suave comienza a abrirse paso entre la espuma blanca, en aquel espejo.





Texto agregado el 27-05-2004, y leído por 1624 visitantes. (26 votos)


Lectores Opinan
11-09-2020 ¿Dónde estaba yo cuando vos publicabas estas cosas? Paveando por ahí seguro. Qué bueno es. MCavalieri
19-10-2009 Un relato detallista, bien narrado, una historia simple pero bien condimentada, los detalles son lo mejor, fue para mí como estar viendo una película...5 online
25-04-2009 Este cuento tiene muchas cosas interesantes, veo que tenes un estilo propio, extenso, bien trabajado, con finales explosivos que vuelven al principio. Por ahora este es el mas me ha gustado, pero sigo leyendote, saludos MCS
18-02-2009 El problema con tus cuentos es que cuando quiero comentarlos la puta página ya me ha desconectado. Divídelos en capítulos o haz algo para solucionarlo. Carajo. El cuento me gustó. mente_ranchera
22-01-2009 Hace tiempo que vivo así. No sé que sueño, que vivo, que imagino. Me angustió leer esto. adelaida-
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