La llovizna cubría la noche de Bs. as, lamí el papel metálico y lo arrollé entre los dedos.
El andén de la estación Haedo estaba desolado, bajé al barcito del túnel y me pedí un vodka para levantarme un poco, encendí el último camel del paquete y me acomodé en la butaca.
El espejo del fondo me devolvió mi imagen de cuero y gel, con el rostro endurecido y un gesto que no reconocí haber adoptado, me miraba directamente a los ojos, no pude reconocerme en aquellos ojos que me escudriñaban inquisidores el alma diciéndome: esto era lo que tu querías ser, es que acaso ya no te acuerdas?
El líquido calentó mis entrañas, traté en vano de encontrar al muchacho de pelo largo que recorría las calles con su guitarra en la mano, busque sus sueños de trovador en la chaqueta de cuero y en el vaso sucio de borracheras viejas.
No estaba allí, yo no estaba allí, no estaban allí las veredas sin ruidos, ni el viento haciendo remolinos de arena en las esquinas, ni el amor bajo las estrellas.
El boletero intentó persuadirme que fuera a descansar cuando le pedí un boleto en cualquier tren que partiera hacia el oeste, yo sabía que si no partía esa noche nunca lo lograría.
Mi cuarto en la pensión estaba frío, guardé solo lo imprescindible, tomé la guitarra y le quité la correa como último recuerdo, después la lustré para que su nuevo dueño la descubriera hermosa, mi bella SG bordó quedó sobre la cama.
Abrí la puerta, la mujer de la habitación de enfrente se asomó como cada noche, con su sonrisa insinuante, esa hermosa y solitaria mujer madura que la cocaína nunca me permitió amar; últimamente yo solo había salido con jóvenes y tiernas prostitutas y me pareció mas bella aquella noche en su camisón de raso.
Tome de la mesita la biblia que la moradora anterior de mi cuarto había olvidado, o quizá había dejado para algún otro solitario, y le pregunté si creía en Dios, ella asintió, la besé en la mejilla, susurró un cuídate que sonó maternal, nunca supe su nombre.
Cuando el vagón comenzó a traquetear pude relajarme, destapé la petaca de ginebra y le dí un sorbo largo, mi pensamiento escapó por la ventallilla fría, mezclándose en la húmeda oscuridad.
Allí te dejé, sola, blanca y exquisita, tan amante y cruel, para siempre, mientras el tren me devolvía cada vez mas a mis montes.
|