A las siete de la mañana, el chillido de una alarma despertaba al profesor Corrales.
Una monótona lluvia coloreaba la mañana de olores verdes y fangosos, e hicieron más lento el despertar del catedrático.
Al fin, este se levantó de su cama, medio atontado. Restregó sus ojos antes de colgarse sus eternas gafas de fondo de botella. De un solo tirón, se puso en marcha, rumbo al sanitario.
Como todas las mañanas, el estómago le rugía y el culo le contestaba. Lo más normal del mundo, lo más rico de vivir, se decía, mientras encendía un cigarrillo.
La flatulencia inundó pronto la estancia, pero eso no evitó que el anciano desmenuzara sendos bostezos para desperezarse, aún cuando esto le hiciera recoger más aire del que exhalaba de sus intestinos. En una de tantas aperturas bucales, un pequeño zumbido se le atoró en los tímpanos.
El ofendido, trato de deshacer entuertos, llevando su dedo meñique al orificio auricular derecho, primero, y luego al izquierdo, y arremolinó la uña del mismo para limpiar suciedades.
Al principio, sintió cierto alivio con el movimiento circular que el dedo provocaba a su oído. Pero el zumbido persistió. Dolía. Disgustaba. ¡Picaba hasta la lengua! Era como si al fondo de su cabeza le dictasen un nombre, que no distinguía por culpa del borbotear de la lluvia sobre el techo de su casa, y en su paladar se acumulara la saliva del mal gusto.
Un fino y agudo sentimiento de desesperación se fue apoderando de su pecho. El ruido en su cabeza iba creciendo, al tiempo que su corazón aceleraba las pulsaciones. Estoy transpirando como cerdo, se dijo en un momento de lucidez, mientras trataba de desviar sus pensamientos a otro lado. Trabajar, debo ir a trabajar... Las palabras apenas y tuvieron eco en su mente porque venían acompañadas de dos hermosos y redondos pedos.
Pronto, el zumbido, se convirtió, en un griterío, que le hacía perder la noción de sus razonamientos y lo estaba sumiendo en un desmayo cognitivo. Sin embargo, antes de perderse en plena laguna mental, todavía pudo ver con claridad una imagen que sobresalía de las demás que rondaban su cerebro.
Se trataba de él siendo dado a luz por una joven mujer.
En ese instante, el nombre de “Aurora” floreció entre sus labios, y Carlos Corrales, cayó de bruces al suelo, muerto por un ataque cardiaco, el mismo día, de hacía cuarenta años, en que él mató a su esposa, mientras le hacía el amor.
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