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3 y 4PEPE CILICIO 3 y 4
sábado 9 de mayo de 2009
3

Mi nombre es Salvador Espina, hijo de Salvador Espina y nieto de Salvador Espina. Los Espina pertenecemos a una rancia familia ilicitana; nuestro apellido puede rastrearse en Elche hasta, al menos, mil ochocientos y pico, cuando la desamortización de Mendizabal, evento de donde arranca nuestra fortuna, como asegura alguna mala lengua. ¿Es cierto? Qué más da. No somos los Espina grandes especuladores ni avezados empresarios, pero gozamos en cambio de un antiguo patrimonio familiar, transmitido de Espina a Espina, que hoy administra mi padre con mano que ya envidiaría para sí un comisario de quiebras.
Mi padre jamás realizó inversión que supusiera riesgo. A sus sesenta años había visto reunir fortunas a velocidad del trueno y dilapidarlas a la del rayo. Así que esquivó toda actividad comercial o industrial, huyó de valores bursátiles, acciones, bonos y de cualquier cosa sujeta a variación, y se aferró como lapa a las rentas de sus arrendamientos y al rédito del interés simple y compuesto de sus depósitos.
Vio pasar ante sus narices el bum del calzado en los años setenta y no le hizo el menor caso. Desoyó a cuantos le propusieron embarcarse en la empresa zapatera y renunció a las rápidas ganancias que aquel mundillo generaba. Aunque no del todo. También a él le tocó un pico del dinero que movía aquella industria. Muchos fabricantes sin crédito acudían a él para atender las nóminas de los trabajadores. Mi padre adelantaba el dinero a un interés que ni los Rothchild. ¡Cuántos patrimonios de empresarios volaron así a precio de chollo! Y mi padre siempre allí, atento a los despojos.
No extraña pues que en los veinte años que administró el patrimonio familiar añadiera un buen pico a lo que de su padre había recibido. Y todo a base de una administración limpia y ordenada, pero sobre todo libre de gasto.
Y es que mi padre era un tacaño. Nada escapaba a su singular concepto de la contabilidad. Todo, aún lo más cotidiano, tenía perfecto acomodo, en forma de debe o haber, en su vetusto libro de contabilidad. Y cuando digo todo, el lector ha de entenderlo así, todo: alimento, vestido, menaje, aseo (incluido el papel higiénico), todo era reflejado fielmente por entradas y salidas. Ni lo más elemental escapaba al férreo control de su presupuesto. Si el aceite subía, mi madre había de cocinar con mantequilla, saltábamos del conejo al pollo a golpe de variación del Índice de Precios al Consumo y nuestro menú diario se ajustaba, puntual, a las ofertas del supermercado de turno.
La cicatería de mi padre rayaba lo enfermizo. Incluso en los coitos medía el número y la intensidad de sus empellones, y los reducía a los justos y necesarios para que la naturaleza cumpliera su fecunda misión. Así fui yo concebido, y su falta de prodigalidad tuvo cumplido reflejo en la sequedad de mi rostro y en la flaqueza de mi cuerpo.
Pero no le guardo rencor. Si relato todo esto, faltando quizá a su memoria, es simplemente para que el lector no extrañe que un servidor deambulara por la vida más seco que un palo, sin un mal céntimo en el bolsillo, dato éste que deberá ser retenido a lo largo de la narración.
Terminé el bachillerato con más pena que gloria, compaginando mortificantes horas de estudios con delirantes seguimientos a la Conejo. Me matriculé en la facultad de derecho, más que todo por no saber qué estudiar, pero no me apliqué demasiado y repetí tres veces cada curso. Fue así como me planté con veintiocho años en la mitad de la carrera, párvulo en conocimientos jurídicos pero catedrático en juergas y tabernas. Algo parecido le ocurrió a Enrique Mezquita, si bien él optó por encauzar su futuro en la Escuela de Turismo, sabedor de que la lluvia de Patrimonios con que la Unesco nos obsequiaba había de revitalizar este sector de la economía.
Ambos apuramos al límite esa maravillosa etapa de juventud universitaria, a base de malos resultados académicos y a costa de los sufridos bolsillos de nuestros progenitores.
Sobre todo de los suyos.
Porque Enrique Mezquita recibía una generosa asignación semanal de su padre, mientras yo, como tengo dicho, iba normalmente más seco que un polvorón.
Desde que la ciencia médica nos unió me vi yo reconfortado con la sincera amistad de Enrique Mezquita, con quien compartía sofá en la sala de espera del siquiatra y barra en el bar Frasquito, donde a diario castigábamos nuestros hígados con dos, tres y hasta cuatro cervezas, cepilladas a escote pero pagadas por mi amigo. Aquello era para mí doblemente gratificante porque amén de beber gratis, entre cerveza y cerveza le colocaba yo a Mezquita toda mi problemática conejil y tanto era así, que casi diría que disfrutaba yo de dos sesiones de terapia, la del diván de Baldovinos y la del taburete del Frasquito.
- Lo que tienes que hacer es invitarla a cenar –me recomendó Mezquita cierto día-. A los postres la invitas a un par de copitas, y quién sabe...
- No sé, no sé –acerté a decir.
- ¿Y qué puedes perder? Si te dice que no, te quedas como estás, pero si suena la flauta ...
Argumentar así era fácil para un depresivo ansioso, pero no para un perseguidor severo. Además, el tratamiento de Baldovinos, terapia de inhibición, sólo autorizaba pequeños contactos con la Conejo y prohibía cualquier exposición directa. Así que decidí continuar como hasta entonces, acechando discretamente.
Llegó el verano y procuré hacerme un hueco en la pandilla playera de la Conejo. Se trataba de un grupito de poco más de diez personas, de entre quien destacaba Valentín, un guaperas encantador. ¡Qué pena de muchacho! Hoy cumple condena en Foncalent por un delito menor relacionado con su adicción a las drogas. En la época que les relato comenzaba precisamente su afición a los porros y otras porquerías, pero conservaba intacto su aspecto de casanova juvenil.
La Conejo bebía los vientos por aquel mocetón. No había palabra que saliera de la boca de Valentín que la muchacha no correspondiera con la más dulce de sus sonrisas, ni chiste u ocurrencia que no recibiera su debido cumplimiento. Naturalmente yo me consumía en mi anonimato, pero me consolaba el hecho de que Valentín no le hacía demasiado caso.
Las jornadas matutinas de aquel verano compensaban sobradamente los sinsabores que soportaba con la presencia de Valentín. Y es que allí, sobre la fina arena de las playas santapoleras, exhibía la Conejo generosa su cuerpo al sol, y junto a los rayos del rey astro recibía los de mis ojos con tal fruición que de haber sido U.V.A. la habría puesto yo más negra que un tizón.
-No la catarás- me martirizaba mi sentido común-.
Pero no era yo el único que sufría. La Conejo se descorazonaba porque Valentín no le hacía el menor caso, y es que el muchacho no tenía tiempo ni atención más que para los amigotes con mala pinta que le proporcionaban la mierda que se fumaba. Y así, todos recibíamos lo nuestro: yo me consumía por la Conejo, la Conejo por Valentín, y Valentín por la marihuana.
Precisamente una noche pareció deliberar con dos sujetos de mala estampa y volvió hacia nosotros airado. “Algún problema de suministro” pensé yo.
Aquella noche Valentín parecía no tener ojos más que para la Conejo. Supe después que aquel cambio de actitud tenía mucho que ver con sus problemas económicos. Pero María del Buen Consejo, enamorada, no dudó en adelantar a su querido Valentín toda la asignación de que disponía. La pobre ingenua ni imaginaba para qué era la pasta, pero consiguió por fin la atención de su ser amado.



4

Aunque a la fuerza, Enrique Mezquita se incorporó al curro de su padre con buen talante. Se aplicó al trabajo con diligencia y solicitud; tanta, que a los pocos días se había convertido en avezado aprendiz de ferretero. Y no piense el lector que su saber se limitaba al conocimiento del calibre de las tuercas y tornillos. No, Enrique dominó pronto lo esencial de aquel negocio, y de allí a muy poco fue capaz de atender pedidos, despachar con proveedores y confeccionar los inventarios.
Trabajaba Mezquita de lunes a sábado bajo la atenta supervisión de su padre, que no perdía detalle de las evoluciones de su hijo. Le vigilaba toda la jornada laboral y todos los días de la semana. Bueno, todos no. Por sistema, los martes por la tarde don Santos Mezquita no acudía a la ferretería. El encargado ya se lo advirtió y él tuvo ocasión de comprobarlo durante el corto tiempo que llevaba trabajando allí. Pronto le pudo la curiosidad. ¿Dónde carajo se metía su padre los martes? Pero por más que devanaba sus sesos no encontraba una explicación. Enrique conocía ya los entresijos del negocio, y nada, ni clientes, ni bancos, ni proveedores, nada, justificaba la ausencia de don Santos Mezquita los martes por la tarde.
Pero ¿acaso había que dar vueltas al asunto? El martes por la tarde era algo así como la jornada light de la ferretería Mezquita; el personal trabajaba a medio gas y todos le daban generosamente al pico. No era cuestión de inútiles averiguaciones, y así se lo hizo saber el encargado:
- ¿ Y qué más te da?
Cuando finalizaba su jornada laboral, Enrique Mezquita se dirigía al bar Frasquito, donde yo le esperaba presto a dar cuenta de mi ración de cerveza con cargo al peculio de mi amigo.
En otra ocasión les contaré la historia de este curioso garito, que por obra y gracia de un tal Justiniano habría de sufrir una singular metamorfosis, en virtud de la cual, su nombre “El Frasquito” dejó paso al más lustroso de “El Supremo”, y su propietario y regente, Paquito el Tonto, se convirtió en el respetable don Francisco.
Pero no se trata de dar saltos en el tiempo, y sí de centrarnos en la narración. En aquel tiempo el Frasquito todavía era el Frasquito, y don Justiniano, que lo había de revolucionar, parroquiano fijo y cliente singular, que disfrutaba obsequiando al personal con discursos de contenido vario, aunque sus preferidos trataban sobre la decadencia moral del ser humano. Exponía sus argumentos envueltos en tan aterciopelada palabrería que pasaban allí por verbo de santo sin que nadie osara rebatirlos en un punto. Sólo Narciso Severo, cliente, alcalde y compañero de diván, se atrevía a poner en tela de juicio la infalibilidad de Justiniano, lo que a éste sacaba de quicio.
¡Buen par de clientes! Justiniano, pesimista, gruñón y desencantado, y Narciso, ¡Menudo tipo don Narciso! No digo yo que fuera mal alcalde; al contrario, era honrado y buen administrador, cualidades éstas que le auparon pronto al codiciado solio de nuestro municipio.
Se había licenciado en farmacia con apenas veinte años, pero sin oficina que regentar ni recursos para procurarse una, Narciso, dotado de cierta aptitud para la retórica, probó fortuna en el mundo de la política. Fue concejal durante unos años, y no había cumplido los cincuenta cuando le eligieron alcalde.
Demostró ser buen orador, diligente y trabajador, pero entre sus defectos, pocos, se contaba el que ya referí y del que le trataba Baldovinos: el culto por su propia imagen. La cuidaba exactamente igual que una modelo cotizada. Narciso aporreaba su cuerpo a diario en el gimnasio, se daba baños de rayos uva dos veces a la semana y utilizaba más cremas que mi abuela. Y no hablemos del vestir, capítulo donde la presunción de don Narciso traspasaba la línea de la cordura. Sólo soportaba camisas de seda (cualquier otro tejido irritaba su piel) y hacía traer sus zapatos de Italia, porque los de aquí, según él, no se adaptaban a la singular anatomía de su empeine. En cuestión de corbatas no lucía más que las de Como, y el fondo de su armario se nutría exclusivamente de trajes de Rafaello y Fornasetti.
A mi me cargaba tanta pulcritud y refinamiento.
Con esta obsesión por su imagen no extraña que Narciso Severo sufriera en silencio el más terrible castigo que recibió de la mamá Natura: era calvo como una bola de billar. Fíjense, ni su magnífico aspecto ni sus estudios de química evitaron que una alopecia galopante se le llevara el cabello apenas cumplidos los veintidós. Fue aquello un trauma que le recluyó en su cuarto durante semanas, las justas para encontrar, en un revista, una empresa de bisoñés muy caros, pero que junto al pelo ajeno, proporcionaban máxima adherencia y discreción absoluta. Narciso consiguió mantener aquel secreto ( calva y bisoñé) desde entonces y hasta ahora; y nadie en la ciudad, ni siquiera su mujer (imaginen la magnitud de su esfuerzo) sospechaba que aquel elegante galán estaba coronado con limpio y brillante calvatrueno.
El caso es que cuando don Justiniano y don Narciso coincidían en el bar, y había asunto, se enzarzaban en acaloradas disputas que animaban la velada y regalaban el oído.
Pero aquel día no había en el Frasquito más conversación que la que yo mantenía con Enrique Mezquita. ¿El asunto? El salario de la ferretería. Terminaba el mes y Mezquita esperaba con ilusión su primer día de cobro.
- Espero que mi padre se enrolle –dijo mientras limpiaba sus labios de espuma de cerveza. He currado como el que más.
- ¿Paga bien? –pregunté yo preocupado por las futuras cervecitas.
- Hombre, no sé; el encargado cobra más de 1.500€ y no hace mucho más que yo. Pero claro, tiene trienios y otros pluses. Yo calculo que me corresponden entre 900 y 1000€. –Mezquita enarcó las cejas-. Cualquier sabe, mi padre está de un mosqueo.
- ¡Mil euros! –pregunté incrédulo- Ya firmaría yo.
- Oye tú –replicó digno Mezquita-, que me lo he currao bien currao. Tú no sabes lo que es un mes entero contando clavos y tornillos.
Pero pronto encauzábamos el curso de la conversación hacia nuestros padecimientos personales, y regábamos allí gaznate y pasión, escuchando yo sus proyectos literarios, y él mi particular cruzada conejil. Y al cabo nos despedíamos dejando en el Frasquito la púa de la consumición, algo a lo que Paquito el Tonto ya se había acostumbrado. Y poco después ambos calentábamos las sábanas de nuestros respectivos lechos, dejando volar la imaginación antes de la visita del señor Morfeo; eso sí, por sendas muy diferentes: Mezquita cosechando premios literarios, yo retozando dulcemente con la Conejo.



Continuará…….
Puedes seguir leyendolo en http://elblogdetipen-soler.blogspot.com

Texto agregado el 08-06-2009, y leído por 118 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-06-2009 Genial, ya lo sabes, esoy impaciente... justine
08-06-2009 Una lectura sumamente entretenida e interesante que me agradará continuar.***** susana-del-rosal
 
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