No hay mal que por bien no venga, dicen los entendidos en la materia. de manera que de ser asi tendríamos todos que estar felices de estar mal.
A veces, las cosas que son rápidamente buenas terminan enrredadas en dilemas existenciales que no permiten ver el bosque más allá de los árboles.
Terminamos todos revolcados. Unos con otros. Revolcados con la locura, con el desenfreno, con el drama. También con los finales de cada historia que permite siempre iniciar una nueva. Incluso la muerte es una historia nueva, porque permite al muerto escribir la última historia propia y deja a los demás con aquella que empieza cuando muere alguien.
Así las cosas, los ciclos están marcados. Nuestro reloj funciona de la única manera que sabe hacerlo. Sin poder negar nada ni cambiar un solo centímetro el curso de algo.
Y en ésa falta de entendimiento que llega al hartazgo, no queda sino cantar. Llorar. Reír. Rezar. Sempre existe también la posibilidad de pensar. Es ése el comodín de todo este circo. Carajo. Si nos la pasamos pensando que en ese puro acto es precisamente cuando nuestra vida es más variada.
Y de repente, entre tanto acontecer despertamos sobresaltados, revueltos en el barro nacido de nuestro propio llanto derramado sobre la tierra. Mas tarde, lo mezclamos con la leche materna de nuestra infancia y tenemos un espectáculo irreverente de sinsabores y vacíos, esos que nos terminan llenando de carcajadas descabelladas.
Así y solo asi, nos daremos cuenta de la odiosa realidad, esa que nos dice a gritos bajo el cielo azul de nuestros veranos, que la vida no es más que una puta de barrio, cuyos años dorados han pasado ya. (O quizá nunca llegaron), permitiendo a todos concederse un minuto para vivir y cometer todos los errores del mundo en un solo momento y asi descubrir el placer de vivir. El experimentar un despertar cada mañana acompañado de la sensación inconmesurable de tenerte. O de odiar. De viajar, o sencillamente de sentarse a observar nuestras vidas a la orilla de ellas, apoyados en bancas de madera que envejecen con nuestras propias experiencias, dignas de prostituirse al mejor postor de nuestros llantos, y también de nuestros sueños más preciados.
El Coronel
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