La panadería es un oasis de luces, colores y aromas a pan caliente. Ya son varios los días en que me las ingenio para ir a buscar esas marraquetas crujientes y esas hallullas doradas como si viniesen llegando de algún balneario y a las cuales esparcirles la mantequilla, más que un acto lúdico, es una osadía, un deporte, una aventura en la que la clave está en impedir que la rubia delicia se derrame y caiga en nuestras manos, en el mantel o en nuestra ropa. Pero lo que me atrae mayormente, más que esos panes recién horneados y esos sabrosos fiambres que esperan tras la vitrina, más que esos pasteles que estimulan las glándulas salivales y esos deliciosos empolvados que de puro verlos nos azucaran el alma, más que todo eso, lo que me imana y me detiene, lo que me mantiene esclavo de las horas, es la sonrisa de esa hermosa niña que atiende tras el mesón. Hay mucho de complicidad en aquel sutil dibujo de sus mejillas que cautelan unos labios demasiado angélicos, tan proclives a curvarse y a entreabrirse para mostrar una hilera de albos dientes que destellan con las luminarias del local y que tienen la virtud, el sortilegio, que se yo, de mantenerme embobado e inseguro. Basta un ligero relumbrón de aquel espectáculo maravilloso para que yo me sienta un adolescente y conteste con monosílabos a sus rutinarias preguntas. Envuelto en un manto de estrellas burbujeantes, cancelo en la caja, retiro mi compra y me marcho contrariado al no existir la posibilidad de regresar sin tener que correr el riesgo de abarrotar mi alacena con kilos y kilos de pan añejo.
Todo marcha sobre ruedas en mi mente desquiciada, cuento las horas que me separan de la hora del te, instante en que acudiré con el corazón galopante a ese templo de manjares y cuna de mi ahora creciente pasión. Por la compra de un kilo de marraquetas, de un pan de mantequilla y un cuarto de jamón, tendré la dicha de transportarme a la cima de los placeres diletantes y gozar con las rítmicas contracciones de esas sagradas comisuras que parecieran murmurar una suave oración. Salgo presuroso, espero cubrir la distancia de las cuatro cuadras que me separan de ella… pero se ha adelantado mi hijo que viene radiante con la bolsa del pan en su mano derecha. –No te preocupes papá. Aproveché de comprar el pan para las once así que te ahorré el viaje. ¡Oye! ¡Vengo alucinado! Me atendió una minita que parece un ángel por lo bella y me tinca que le gusté porque se sonrió conmigo de una manera que me dejó loco.
Regresamos a la casa, yo cabizbajo y el exultante de dicha. Me gustaría saber cuanto miden los hornos de aquella dichosa panadería y a que temperatura funcionan. Me interesan esos datos para saber si puedo utilizarlos como un sucedáneo del averno, introducirme en uno de ellos y arder y arder por una eternidad para ver si con ello disimulo este asorochamiento que de repente me ha dejado sin palabras...
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