¿Quién no ha ido al mercado un domingo sin haberse dado una vuelta por la sección de palabras? ¿quién se resiste al sonido jugoso de los cítricos, de las verbenas o de las jícamas con chile? ¿Quién dice “no” al seseo lujurioso de unas cerezas rosas, al romántico cantar de las rosas rojas?
Aquí no importa cuánto ha de secarse el bolsillo, todo buen amante de las palabras –como el buen amante del vino- romperá su cochinito con un estruendo lluvioso sólo para regresar a casa con una buena dotación de sustantivos o de verbos en voz pasiva con tiempos imperfectos. Yo misma he gastado fortunas en estos lugares amistosos que ahora son cada vez menos frecuentados.
¿Será que hacen falta nuevas recetas para los usos de los cuándos y por qués? Ciertamente los adjetivos y pronombres ya no son lo que eran. Ya no los cultivan tanto como antes o se prefiere lo importado. ¡Caray! Si lo de aquí también es de calidad.
Quizá es sólo que se debería reubicar al mercado de palabras, quizá se deba poner lejos del corazón de la Giganta de Hierro para que la algarabía y fiesta de sus sonidos, olores y recuerdos se puedan escuchar, oler y recordar por sobre las vociferaciones acompasadas y tediosas de los ruidos de las máquinas que buscan colarse como si fueran palabras en nuestro vocabulario cambiando nuestra sazón.
No sé qué pasará con el comercio de las palabras, lo digo convencida mientras devoro lenta y plácidamente mis adjetivos favoritos, una bolsa de surtido rico con palabras craquelantes, terregosas, domingueras, dulces y sabrosas que con cada mordida y trazo de pluma pasan a ser parte de la eternidad mientras sus calorías pasan a ser, eventualmente, parte de mis caderas y mis canciones.
Para mí no cabe duda, todo placer, pequeño o grande, cabe en el sabor delicioso que una palabra pone en nuestra boca.