NOTIFICACION PERSONAL
No se había concebido aún en el Poder Judicial la peregrina idea de centralizar el servicio de notificaciones, de tal manera que cada despacho tenía dos o tres notificadores duchos en su tarea de “mortificar” a los interesados las resoluciones que se iban dictando en el expediente, para angustia y desesperación de los afectados; deudores en la mayoría de los asuntos que, a la sazón, tenía a mi cargo como asistente de abogado en un Banco del Estado.
Se había dictado el auto precepto solvendo, como rimbombantemente se daba en llamar la resolución inicial del juicio ejecutivo; se habían hecho ya las anotaciones provisionales de embargo sobre los bienes inmuebles del demandado; se había cursado también a los Bancos del Sistema los oficios de estilo sobre cuentas corrientes del deudor (que ninguna tenía, maliciosamente, a su nombre) y solo faltaba notificarle la demanda para poder desistir de los fiadores (desaparecidos del mapa y sin bienes con que hacer frente a la deuda), para que el proceso continuara su curso normal y no hacer nugatorio el resultado del juicio. Pero, alertado el deudor por aviso previo del mismo Banco accionante, sacaba hábilmente el cuerpo a Monchito, el notificador del juzgado civil, quien estaba cansado de ir una y otra vez a intentar en vano cumplir con su ingrata misión. Y como la notificación debía ser personal o mediante cédula en su casa de habitación, era menester entregársela a él mismo o a alguien que la recibiera.
Pero el deudor de marras vivía en una zona libre de vecinos y sin otros habitantes en su casa, una especie de fortaleza medieval inaccesible, que pudieran recibir la notificación. Salía el taimado de su feudo muy temprano, casi de madrugada, y no llegaba sino hasta altas horas de la noche, de lo que resulta que el notificarle se había convertido en todo un reto para el suscrito y el experimentado citador. No hubo más remedio que solicitarle al Juez la habilitación de las horas de la noche, a efecto de que se pudiera practicar la diligencia en el momento en que llegara el interesado.
Ahí estábamos Monchito y este servidor, previa promesa de remunerarle su gestión con suma módica que le sirviera, al menos, para devolverse en taxi a su casa. Desde las seis de la tarde, escondidos a prudente distancia, como aconseja el manual del espía perfecto, en un carro prestado (con obligación de devolverlo antes de las diez de la noche) y cansados de darle vuelta al dial buscando una emisora que nos sacara de la modorra que produce estar horas y horas sin otra cosa que mirar al frente, ya comenzábamos a dudar del éxito de nuestra misión. El hambre empezaba a hacer estragos en nuestros estómagos, el frío empezaba a sentirse y, para colmo de males, una llovizna pertinaz comenzó a caer, restando visibilidad al parabrisas. En tales penurias estábamos cuando, a eso de las once de la noche, en un abrir y cerrar de ojos se abrió automáticamente el pesado portón que protegía la entrada al inmueble y como un rayo entró el deudor en su flamante Mercedes Benz, dejándonos con un palmo de narices.
Está demás decir que nos cansamos de tocar el timbre, pero estábamos seguros que mala paga no nos había visto. Ya estaba yo dispuesto a dejar para otro día la frustrada diligencia, cuando se le ocurrió a Monchito una de las más brillantes ideas que haya podido concebir mente criminal alguna. Sin decir agua va, de un ágil salto se colgó del swicht interruptor de la luz dejando la casa en la más tenebrosa oscuridad. Medio minuto después aparecía el demandado, enfundado en elegante bata, a indagar sobre el motivo del inoportuno apagón. Acercándose de inmediato, preguntó Monchito: ¿Es usted el señor Fulano de Tal? Tomado por sorpresa respondió que sí, momento en el cual le entregó cédula y copias de ley, diciéndole: Queda usted notificado en forma personal.
Hubo remate de una de las fincas y cumplido pago de la totalidad de la deuda, incluidos los muy bien ganados honorarios de Monchito.
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