El cuarto era algo estrecho y poco ventilado, olía a cuero y cemento con tolueno.
El hombrecito vestía a la vieja costumbre tanguera, pulsó las cuerdas de una tango clásica de manera torpe e insegura; asombrosamente tenía la melodía de “nostalgias” marcadas en el diapasón, con números indicadores de cada nota en su respectiva cuerda y traste.
Como a los treinta volví de la muerte –comentó- yo era policía de territorios nacionales por ese entonces.
Una mañana cerca del mediodía, volvía de llevar una citación, el caballo venía muy sudado por el calor del verano en aquel desierto, debían faltar unas cuatro leguas –se quedó pensativo un instante y continuó- un Ford `37 pasó a mi lado levantando polvareda, como a los diez metros paró, descendió un hombre que no reconocí en el momento, por el reflejo del sol que me daba directo en los ojos.
Vos sos Alvaro no? –gritó el tipo- te acordás de mi milico hijo de puta?
Sacó un 38 y comenzó a dispararme, el acompañante también había descendido del auto y también disparaba sobre mi –musitó- no tuve tiempo a reaccionar.
El Ford se alejó rápidamente envuelto en polvo, el silencio comenzó a cubrirlo todo.
Estaba inmóvil, cuanto tiempo?
La soledad, la muerte y el desierto son la misma cosa.
Mi cuerpo boca arriba, el uniforme ensangrentado, que diría Elena, mi esposa, que tan impecable lo dejaba cada día, yo lucía con orgullo el trabajo de sus manos.
Vamos, nada se mueve en este confín de la pampa.
¿Mi caballo? Habrá huido espantado por los disparos.
El calor crea reflejos en la distancia, los chimangos danzan en círculos un ritual de muerte esperando su banquete, los mas atrevidos comienzan a dar picotazos y arrancar pedazos de mi carne, no los siento, los veo mientras me alejo, me alejo?
Mi rostro aún guarda una expresión de asombro, adonde iré?
Andaré por entre las espinas que no pueden herirme, adonde?
Por este desierto… tan perfecto para que habite la muerte… el sol, siento los labios tan resecos, andaré hacia el sol, único signo de vida además de los chimangos que festejan mi muerte a picotazos destrozando mi uniforme.
La luz… parece ser una mañana de otoño impecable, se oyen pájaros, las paredes sucias, el olor a humedad y desinfectante….
Mama está sentada al pié la cama, la mirada extraviada…
No, no es mama, Elena, mi amada Elena, la mirada….
Es la misma mirada vacía de mi madre cuando regresamos del entierro de mi hermano Enrique… aquí estoy mi amor… donde?... la niebla…
Los ojos se desorbitan, la cara toda estalla en un grito que no alcanzo a oir, las lágrimas corren por el rostro de Elena, ríe entre la niebla…
La manguera viene hacia mí, el frasco de vidrio, la gota que cae, el metal frío…
Mi arma, donde deje mi arma? Debo ser mas cuidadoso… la gota que cae, me entorpece… la gota, cae, cae…..
Así fue mijito, desde ese día no tuve mas miedo a nada, ni a nadie, nunca supieron decirme quién me llevó hasta el pueblo, yo se que fue Jesús –dijo lanzando una risotada- Por eso cuando la muerte venga de nuevo a buscarme, se va a quedar otra vez con las ganas, porque se va a llevar mis huesos nomás, yo me voy a quedar tocando este tanguito para siempre, que es el único que aprendí, para burlarme de ella.
Papá otra vez con eso, dejáte de pavadas –sonó una voz desde la cocina.
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