Cuadro caníbal
La capacidad de formar imágenes, la “imaginación”, está profundamente enraizada en la psique humana, probablemente hasta en la psique animal.
Erich Kahler
Incluso lo absurdo: como explicar que una imagen que se ha esculpido fija en la idea desglosa, a la par, un cuadro fijo en lo que nombramos realidad. Aunque, al fin de cuentas, es así como se trabaja esto de garabatear palabras en papel: la idea nace, crece, se escribe, se borda, se borra, se escribe, se olvida, se deshace, se escribe y punto final con ciertas fisuras voluntarias. Pero, sin ese “no lo creo” la ficción no fluye del todo: sin el absurdo, el discurso narrativo se queda en embrión disecado en cal y no crece o se estira como la larva a polilla. En contraparte, un cuento basado en una anécdota por demás absurda no es necesario que se crea, ni siquiera que se lea, mucho menos que se retenga con una grapa de memoria en la cabeza: no importa ni debe importar. Lo primordial sería que el cuento ocurra con tintes de posible, por más absurdo que sea el narrar algo, sobre dos capas de absurdo, para formar un cuento sobre una base existente y creíble. Aunque lo creíble (es parte: pero aparte) es creable cuando se le deja al lector la tarea de rediseñar la historia. Porque es así: primero nace la anécdota, luego se crea un discurso mental y, finalmente, se ficcionaliza o viceversa: primero se ficcionaliza de la nada para después insertarse en alguno de los campos anteriores, siendo su valor el poseer estos tres ingredientes. Porque sin acto no hay historia, sin historia no hay ficción, sin ficción no hay historia que deba anecdotizarse posteriormente dentro de un cuento que tomará forma únicamente después de que se lea y se compagine con algo fijo en la idea y, sobre todo, en la realidad. Es aquí pues, donde en realidad empieza.
Es tal que una mujer observa entre sus dedos una masilla de miel, la juega y hace copitos piramidales terminados en base en pulgar y punta en índice. La redondea, forma burbujas zucarinas; la embarra en las yemas, borrándolas por un instante; hace copitos de nuevo, la aplasta y estira hasta formar un elástico grano de arena. Mientras más la desglosa más se resiste a separarse. La ensalada cede y termina por desaparecer dentro de una hebra meliflua que es absorbida por la resequedad de la piel. La mujer lame sus dedos: sin secarlos los danza dentro del aire denso, que ronda en la cocina. Toma un libro, posteriormente una cajetilla de cigarros. Se enfila al patio. Cruza el arco de la puerta, sus sentidos lo notan cuando comprueba que el espacio de condiciones ha cambiado: el aire arrastra espinas de hielo que son reventadas en su cara, tornándola amarilla. Un par de gotas, de sereno, ruedan sobre su frente ligando las imágenes y ensortijando los cabellos unas con otros. Regresa adentro, el cuerpo se le seca. Las plantas de los pies dejan una liga de barro en el piso. Observa por la ventana. La lluvia cesa: sólo relente de agua. Sale de nuevo, sigue derecho hasta el fondo del jardín. Se sienta en la banca improvisada del patio, las piernas se le humedecen, recorre el vestido un par de centímetros hacia las rodillas. Deja el libro en la banca. Toma un cigarrillo, después el libro, lo abre. Dentro encuentra el boceto de una pintura. Da una bocanada al cigarro: traga el humo y suelta dos garbanzos de nicotina por la nariz. Sigue con la vista en el libro, lo observa un momento más y emana un beso de humo, sobre las láminas, oscureciendo las imágenes: la mezcla alberga una nueva iconografía, sobre la anterior, en el fondo. La mujer sonríe sintiéndose cómplice de transfigurar una ignorada pintura a sabiendas que ésta sólo durará lo que el cerebro tarda en asimilarla y que nadie más podrá saber que existió. Aspira de nuevo el filtro y lanza una cortina, repetidamente en cascada, sobre el libro, esperando encontrar nuevas estampas. Sólo oscurece la vista. El humo se vuelve una bola de telar, viaja por el libro y las piernas desenrollándose en su descender, volviéndolas, ambas, de estambre: la niebla se esparce, las extremidades vuelven a ser papel y carne. Un par de hormigas rodean los cuatro soportes de la banca, suben por ellas hasta el asiento. La mujer las observa. Son ahogadas por la ceniza del cigarro. Más insectos suben ahora hasta el respaldo. Cientos más rodean sus piernas. Cierra el libro, lo deposita en la banca. Una hormiga le carcome el brazo. La mujer la aprisiona con las yemas de los dedos. La pasta deja un matiz chocolate. Une los dedos, los lleva a la boca, después a la nariz. Vuelve a tomar el libro, lo abre. Aspira. Un ardor fino se estanca en el cerebro, comprimiéndolo. La mujer desfallece al suelo. El sopor se vuelve una cuerda enroscada que se va estirando a lo largo de la garganta. Su cuerpo se rodea de hormigas: la muerden. La mujer se arrastra hacia la puerta de la cocina, encajando los dedos en el pasto. Remolca su cuerpo unos vagos centímetros, dejando los rectángulos de uñas incrustados en el suelo. El cuerpo le pasa la fuerza a los brazos y éstos la extinguen al acarrearse. El frío regresa. El vestido se le pega al cuerpo y el cuerpo se le pega al suelo hundiéndolo junto con el vestido. Del libro comienzan a revolotear las páginas: brotan cinco pequeños hombrecillos de bigotes enroscados. Los cinco duendecillos observan a la mujer, brincando de lado, al unísono, agachando un poco las rodillas en cada salto hasta quedar hincados. La mujer vuelve la vista a sus pies: han quedado atrás dilatándose en juntarse con la totalidad del cuerpo. Dobla a la izquierda. Las costillas se tornan de caucho; la quijada cae al suelo. Los hombrecillos la siguen con la vista. Uno de ellos regresa al libro, introduce una de sus manos, sustrae un tenedor y cuchillo que se derriten; los ondea sobre el aire y toman firmeza. El torso de la mujer se extiende: sus piernas han quedado esparcidas sobre el suelo. Los cuatro hombrecillos restantes regresan al libro, se introducen en él, dejando un disco de manchas multicolor en la placa. Regresan: traen otro nomo más cargando, este último tiene forma fálica. Su cuerpo blando y lechoso rebota la cabeza sobre el pecho, como desfallecido. La mujer regresa la vista hacia la puerta, continúa desplegando su anatomía hacia el frente. Al arquear la cintura en la estufa uno de los personajes la topa postrándosele en media nariz. Le encaja uno de los tenedores en el labio luego lo sustrae y arremete contra la médula del ojo. La mujer se retuerce. El hombrecillo sube por la cara, apoyándose en la nariz, utilizando el cabello como soga. Se postra en la espalda y encaja el tenedor en la grasa del cuello. Otro sube por el lado de la axila con un cuchillo en la espalda. El dueño del tenedor estira la piel mientras el otro la corta. Lanzan el pedazo de carne hacia el suelo. Los demás enanos lo apoderan. De un salto, los dos, bajan del cuerpo. La mujer flamea el piso con una pus azulosa. El del cuchillo le corta la lengua, la exprime sobre sí, bañándose con el jugo. Los demás aplauden mientras destazan el pedazo de joroba en quintetos. Entre los cinco enanos comen la pieza de carne. El de forma fálica comienza a temblar, reclamando festín. Uno de los gnomos lo patea. Otro, el colorido, regresa al patio trayendo consigo una botella de vino temblante y jaleosa. La destapa. Da un sorbo. Comienza a fundirse dejándole la cara derretida. Una de las piernas forma un globo de pintura. La mujer se estira hasta alcanzar la pata de la mesa de la cocina. Hace fuerza: la mano se le desprende de la muñeca. Las piernas son dos popotes de leche chupados y regados por el suelo. El vestido se ha diluido en el camino, dejando al descubierto la coyuntura de las nalgas. Entre los cinco duendes rodean al órganomorfo. Lo rozan en órbitas sobre la vulva. El elemento fálico se yergue tambaleante. Es introducido en la vagina. Uno de ellos, el achicharrado, da un nuevo trago al vino hinchando aún más la bombilla del pie. La coloca sobre las piernas regordetas del fálico. Otro, el más pequeño, revienta la bomba con ayuda de un tenedor. El líquido cae sobre el introducido, éste se tambalea y derrite. La mujer expele un grito: sin lengua el aullido se ahoga en los pulmones, baja al estomago y sale expulsado en forma de secreción. El achicharrado termina por caer al suelo con la mitad de la cara ensangrentada en aguarrás. Los otros cuatro toman del cuello a la mujer. Uno, el más gordo, se clava justo en el cogote apretándolo hasta tronar la manzana. Otro le muerde las orejas. La mujer comienza a derretirse: le brotan burbujas. El cuerpo hierve hasta quedar una sola plasta uniforme sobre el suelo. Los hombrecillos cargan al fálico hasta el patio. Suben a la banca. El gordo toma un cigarrillo. Se acicala los bigotes y los peina en espiral hacia arriba. En su cara se observa un rastro de miel. Otro lo lame: el sabor de la miel cesa. Todos fuman. El fálico, con nuevos bríos, regresa hacia la mujer. Los demás se apaciguan, siguen fumando. El órgano regresa arrastrando la cabeza sobre el suelo. Deslizándose en oblicuas cae agotado. Tres hombrecillos regresan al libro llevando consigo al flemático fálico. El gordo aún sigue fumando, termina. Se postra en la esquina de la banca, flexiona las rodillas y salta en medio de las páginas chapoteando la pintura, formando figuras circulares. Cierra la obra tras de sí. Detrás de la ventana la mujer observa a la brisa volverse lluvia y a ésta tornarse una cortina que obstruye su visión.
Absurdo sí, pero real, tan real como que después de limpiarme el aceite de las manos con alcohol y formol, acicalarme el cabello con vaselina, prender un cigarrillo y sentarme en un sillón de terciopelo azul a refractar que escribo, sobre el primer humo exhalado del quinto cigarrillo, lo que maleo mentalmente como algo absurdo y que jamás volveré a recordar como forma de nada ni siquiera como nada, la mujer tirada sobre la superficie de la cocina ya comienza a emitir, por los poros de la piel, hilillos de carne repletos de hedor.
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