Ludopatía
De él son los palacios, los trigales, las flores y las raíces de lotos, que dormitan en las sombras de ciénegas…, de él son las más elevadas mujeres, los senos más o puros y la sexualidad más placentera…
Sí, populacho, el mundo pertenece al hombre libre, o si prefieres al vagabundo…
Ezio Flavio Bazzo
De todas las carreras la doce es la más difícil. No la primera ni la sexta, la doce. En la inaugural plantan a correr por línea y clase. De la dos a la siete el perfil son los segundos y terceros, mediadores de win/place. De la ocho a la once, si no ganaste en las de arranque, le pactas al favorito en cruzado. Pero en la doce están los que llamamos de espuma: no se discierne si se acaban de volcar sobre el vaso y enarbolan o si después del soplo vienen a fundirse al fondo. Casi siempre juegan la doce los que no han ganado nada y con la última migaja de dinero que les queda esperan remendar su inexperiencia de no escoger un buen animal.
Habitualmente siempre gano, aunque no más de trescientos dólares: Caliente no te deja dominar las doce seguidas.
Esa vez fue diferente: el monto de tres billetes de cincuenta se había comprimido a uno de veinte, tres de cinco y monedas. Era la doce: bolsa de 2500, “D”, once en fila, slopy, 650 yardas. Necesitaba uno que atrancara tajante. Tres eran seguros: Hilary Duff por el seis, Zapata en el once y Lucky al dos. Los dos últimos habían corrido por 3000 y 2500 dlls, Hilary aún lo hacía en amateur.
Le di otro trago al vaso de vodka. La lengua recibió sólo unas gotas de agua con tintes de alcohol. Hice bulto en la garganta para simular el paladeo del líquido, mientras dos cubitos de hielo rebotaban al bajar el recipiente vacío sobre la mesa. Tenía sed pero precisaba lucrar un par de billetes más antes de celebrarme con otro alcohol. Analicé: Zapata 17/1, por el once, corría por afuera pero estaba en slopy, lo punteé en un círculo con el lápiz; Lucky 6/1, por el dos, en el año nueve en primero y cinco libres corriendo por fuera con 45”37 en las cortas por 2500: el más alto, de la “B” era bueno, de familia, cierre pero nunca había corrido por dentro, lo marqué con dos líneas; Hilary por el seis, experta en 690 en slopy, tenía cierre, buenos años, clase “D”; sus padres: Ruth de Brasil, 27 primeros en un año, y un semental árabe, de casta, pero de escuela, la vendían alto 39/2.
Saqué los billetes de la bolsa de la camisa, junto con ellos un cigarro. Busqué con la vista a Delgado. Al verme éste se acercó limpiándose el sudor de la calva con un pliego de papel amarillo. Se le miraba la cabeza algo verde, seguro se acababa de afeitar esa mañana en el trabajo.
— ¿Cuál te agrada? —dijo él.
—Dos, once y seis.
Miró el libro. Asintió con la cabeza e insinuó:
—El seis es escuela, el once no ha corrido con lluvia…, el dos está bien, es cierre.
—El seis afianza en la última curva, de casta; el dos viene de la “B” corre sólo por fuera —referí con tono imperativo, luego agudicé—: ¿Cómo está en Northfield?
—El cuatro es cierre no falla, 2/5 a ganar —ladró animado, luego prosiguió —: me quedan veinte cinco.
—Treinta y siete —hice mi declaración—, lo jugamos veinte cruzado en Caliente al seis. —Se quedó pensativo.
—Es mejor en Northfield o Derby.
No contesté, me dirigí recto a la caja: “Diez al seis en Caliente cruzado”. Delgado me llamó: “Ponle los sesenta, mañana sacamos algo del trabajo”. “Veinte cruzado” rectifiqué. La cajera miró de reojo y me procuró el boleto. Regresé a la mesa, prendí un cigarrillo, le di uno a mi socio.
— ¿Cuánto te quedó? —preguntó.
—Dos —dije agachando la cabeza.
—Después llega Cesarín, es cuestión… —inquirió mientras reparaba la vista en su teléfono. Continuó—: La golfa de mi vieja, sabe que ahora cobro...
—La inscripción de la escuela es en una semana, si no gano ésta, no voy a tener ni para rastrillos — revelé mientras meneaba la cabeza hacia los lados.
—La vida da vueltas, al rato sale, mañana mueves las cámaras y sacamos dos paquetes de rastrillos ¿de cuáles quieres, de tres navajas, no? —Se calla y mira la pantalla. Mientras, pienso en que el manejar el circuito cerrado en el mercado tiene esos beneficios. Un chasquido de dedos irrumpe. Delgado me señala con el índice las apuestas—. 57/2 Ya lo subieron, está muy caro.
Sancioné la información con un movimiento vertical de la cabeza.
Los perros se postraron tras la valla. Hilary se mostró nerviosa negándose, en los dos primeros intentos, a introducirse a la empalizada; en el tercero un gordo, con mandil rojo, la empujó con fuerza. Arrancó la carrera, salió retrasada. Arrugué el boleto. Delgado, perpendicular a mí, revira mi práctica con un arqueado de cejas. Como si fuera la última carrera de su vida, Hilary, restregando la lengua rugosa en las planchas metálicas prisioneras del hocico, llega en primero, atascándose el buche con un retazo del trapo con olor a carne de conejo. El mismo tipo gordo, con el mandil rojo, la tomó entre brazos mientras ella observaba retirarse en el aire el tufillo a comida disfrazada. No me importó, por un instante tuvo su ilusorio banquete y nosotros disfrutaríamos el nuestro.
Con diplomacia disimulé mi acierto: desarrugué el papel y lo archivé en la bolsa de la camisa. Delgado me observó mientras besaba con lascivia el filtro del cigarro. Esperamos resultados oficiales: Hilary en primero 33/2, segundo 18/2, tercero 9/2. Trescientos menos el 5% de comisión. Cobré en la caja. Le di cinco a la cajera, lo demás lo repartí equitativamente.
Todavía era temprano. En Derby era la octava, aún quedaban cuatro por jugar. Nos sentamos en la mesita, renovados, con dos tragos cada uno. Molina, el anciano de la escobita se le acercó a mi compañero. “Kinsón, te buscan de parte de Carlos. Más valdría que te perdieras… —Delgado saluda sin dejar de observar la pantalla. No lo deja terminar y gruñe: “a chingar a su madre”. Molina, tras levantar los tickets del suelo, se fue plegando la cabeza entre los hombros.
—Ey —me indicó Delgado con la vista fija en los números y apretándose las sienes—, hay bronca, si quieres nos vemos mañana en el trabajo.
Yo, negué con la cabeza, ocultando el miedo que se había acumulado en mi estómago.
Al cabo de cinco minutos llegaron dos hombres: un anciano de bigote, con traje de seda morado. El otro, un negro de un metro noventa, doscientos kilos, labios separados por una rendija donde cabía una naranja entera y el cabello lacio hasta los hombros. Llevaba puesta una guayabera rosa y pantalones verde pastel, ajustados, que acrecentaban aún más su fealdad. Uno de ellos, el anciano, se acercó rodeándonos pasando tras de mí y dejándose caer en la tercer silla de la mesa, mientras el otro se quedaba en el arco de la puerta.
— ¿Qué pasó? —dijo el hombre al tiempo que me observaba y apretaba uno de los muslos de Delgado, éste hizo un gesto de no hay problema, el hombre continuó —: ya no te tires a la vagancia hombre, me debes un viajecito.
—Vete a la verga —contestó violento Delgado—, págame lo que me debes.
—Te pago después de que lo hagas…, y cuando termines te gratifico con los cuatro, dos mil del viaje y mil más… Mientras disfruta estos seiscientos, los descuentas de ahí…, pero me haces un favor y llevas un guanto al centro...
—Si no pagas no voy.
No recibió el dinero. Vaciló un rato con el lápiz sobre el libro.
El anciano llamó al centinela de la puerta. Una línea de miedo en forma de sudor se asomó por mi frente, viajó a lo largo de la mejilla, giró en el cuello y bajó por la espalda rodeándola hasta caer fríamente en mi ombligo. El acto me hizo estremecer erizando los pelos de los brazos. El nuevo invitado sacó un manojo de billetes de la camisa y se los extendió en la mano al abuelo. En escasos diez segundos el fajo pasó del gorila de la puerta al anciano sentado al lado mío para terminar en la palma de Delgado y después en su bolsillo. Los dos hombres salieron sin decir más, no sin antes darme un vistazo. El sudor cesó después de esto.
“Te dije Cesarín, la vida da vueltas — señaló mi colega, interrumpiendo mi inspección visual, dándome un par de palmadas en la espalda —. Pide lo que quieras. Ahorita nos vamos”. Consumimos un par de tragos más. Partimos después de gastar mil doscientos en Derby. No recuperamos nada, no importaba, era dinero de Delgado.
Era ya tarde. No caminamos mucho. Nos introdujimos a un bar. Mi socio pasó saludando al guardia. A mi me detuvo para revisarme. “Viene conmigo” apuntó mi colega, me dejó pasar. No era la primera vez que entraba a esa cantina pero sí la primera que no me sacaban a los cinco minutos de ver el show y no consumir sino la vista en las curvas.
Subimos a la cabina. Una mujer se untaba vaselina en la vulva. Delgado le tocó un hombro “¿la Tamara?” preguntó, ella señaló un compartimiento al fondo. Mientras él iba en la búsqueda de su chica, yo dancé la vista por la ranura pulposa de la mujer, la vaselina en añadidura con la luz de neón la hacían tomar un color purpúreo. Al notar mi intrusión se mostró inhibida rompiendo el espectáculo con un cruce vertiginoso de piernas. Disimulé hacia el resto del cuarto: eran alrededor de quince mujeres, la mayoría de ellas completamente desnudas y de poca edad. Una se me acercó.
— ¿Van al centro? —preguntó.
—Sí.
—Dile a Delgado que yo iré.
No respondí estaba demasiado entretenido en una pelirroja de escasos dieciséis años que trataba de embadurnarse crema en un par de estrías que cruzaban a mitad de sus glúteos. A pesar de las líneas su anatomía era digna de admiración. Otra niña de menor edad llegó para socorrerle, también, para mi desgracia, llegó Delgado. Salimos del lugar: él cargando a Tamara, un espécimen de catorce años bastante aceptable y yo una mochila con trece kilos de yerba. El peso era equivalente. Subimos a un auto, yo en el piloto y la pareja en el asiento de atrás. Antes de salir del parking nos apareja la otra mujer.
—Oye Pelón —rumió—, me llevas a casa.
Delgado, con el índice y anular entretenidos en la raja de la niña contestó: “Mj”. Arranqué el coche sin darle tiempo a la dama de que subiera. Comenzó a lanzar vituperios. Los gritos se fueron ahogando conforme la marcha. Al pasar dos calles la mujer había dejado de hostigarnos.
Me detuve en un mercado, compré dos cajetillas de pall mall y una docena de cervezas. Destapé una, la liquidé de tres tragos, “trabájame uno” me ordenó Delgado. Se lo pasé. La niña levantó el dedo, le pasé otro a ella. Para ese momento, cortaba el hilo de socio a criado. Conduje por todo el boulevard. En el transcurso, mientras Delgado me daba indicaciones por dónde debía irme, la pollita se daba a la faena de engullir con gracia y maestría la daga de mi nuevo patrón.
Llegamos a otro bar en el centro de la ciudad. “aguárdenme aquí” dijo mi jefe, yo confirmé obediente, ella le tomó de la mano y lo quiso seguir, Delgado tomó la mochila y salió azotando la puerta en su cara. La bebé hizo una rabieta que le desacomodó la blusa. Viré el retrovisor hacia abajo para verle los pechos, “¿Qué ves pendejo?” replicó, después se bajó la blusa para dejarse ver en plenitud las gotitas de agua. Eran pequeñas pero firmes, terminadas en punta, con la aureola del pezón entre rosa y café. “Sabes — me expresó— ahorita cogería con cualquiera —no contesté—. No quieres —soltó el balbuceo, maleándose los labios con la punta de la lengua y abriendo las piernas para dejar ver sus segundos bembos esta vez color carmesí—, marica”. No contesté, sabía que era un simple reproche de una púbera. Regresó mi patrón. Nos dirigimos dos calles abajo.
Entramos a una casa color verde aguacate donde había una séptima de mujeres, cuatro de ellas desnudas hasta la cintura y tres íntegramente. Caminaban en círculos por la habitación sin notar mi presencia como si fuese una sombra. Me senté en una silla mientras mi patrón hablaba con una de las damas. Ésta volteaba a verme por encima del hombro de él. Después de darse un apretujón de manos Delgado tomó a su criaturita por la cintura y entró en uno de los cuartos, yo di un ahogado suspiro.
Tres de las chicas se posaron frente a mi, dos estaban desnudas del torso: eran blancas como la leche blanca; la otra, en traje de Eva, era de un azabache propio de las islas de América central. Comenzaron a danzar con la cadencia de las olas. Una de ellas se alojó detrás de la silla dejando caer sus tetillas sobre mi frente. Otra, la negra, se sentó sobre mis muslos. Abriendo las piernas simétricamente en par, apoyó sus manos paralelas a mis rodillas, para obtener equilibrio, y doblando la cabeza hacia atrás alcanzó a morder la lengua de la otra mujer que estaba erguida tras ella. El pantalón no pudo soportar la presión. Lo desabotoné. Apenas lo hice, el miembro salió rebotado batiéndose entre los muslos de la negrita. Al sentirlo se levantó un poco deslizándose sobre él flemáticamente, tratando de engullirlo en su totalidad. Consiguió sólo atragantarse con la mitad, pues la mujer a su espalda se había apoderado de la base del nimbillo con la mano, quedando el pulgar de la una incrustado en las nalgas de la otra. La fuerza de la albina era tal que dispuse en pensar que podía levantar a la negrita con una sola mano o era quizá que el movimiento era tan sincronizado que daba esa sensación. La mujer que estaba tras de mí se retiró por unos instantes, llevándose consigo a la experta en artes manuales. Las seguí con la vista hasta que se perdieron en un cuarto cubierto con una cortina de fieltro. Luego, al regresar a mi cabalgata, observé como las otras cuatro mujeres se apilaban una sobre otra.
La rubia regresó y se posó al lado mío; tenía los ojos rojos y una bolsita verde en la mano. Abrió la bolsa y mordió una especie de trozo de mazapán con puntitos rosas y amarillos mientras yo tocaba su monte rasposo: tenía el vello crecido de tres días. Después pasó la bolsa, corté un poco, lo aplasté con la yema de los dedos y lo tragué. Sentí entumecerse los dientes. La mulata, también, saboreó un poco, se enjuagó la boca con él y escupió el restante sobre el suelo. Después se arrancó de súbito del engranaje. La daga se enfrascó en un baile de lado a lado soltando chisguetes de baba por doquier, luego se detuvo y palpitó como llamando a la hembra. Ésta se colocó en cuclillas frente a mí. Comenzó a chuparme el mastín, haciendo gárgaras con él. Lo rasgó con la lengua luego lo envolvió con la misma como protegiéndolo. Un cosquilleo inundó mi cipote. Al separar sus gruesos labios morados vi como las venas del miembro se habían hinchado dándole un grosor bastante fuera de lo normal. La rubia mordió, de nuevo, la pastilla y calló al piso en contorsión. Las otras mujeres se abalanzaron sobre el monte de carne cristalina, una de ellas le jalaba con los dientes la carnita de la vulva: en ese momento pensé que se la arrancaría, pero al estar demasiado dilatada, casi transparente, soltaba los cueritos para después inundarle de besos la raja. La rubia pegaba unos chillidos que percaté no eran de dolor.
Regresé la vista con la negra que seguía empeñada en sacarle jugo a mi bambú. De su cabello crispado observé como salían serpientes de colores, después su cabello eran esas serpientes de colores. Había una negra, delgada, aceitada, con franjas rojas y amarillas de ojos rojos, que trataba de morderme el vientre, yo me batía para tratar de esquivar los mordiscos, pero fue imposible, se apoderó de mí. Las demás viborillas aprovecharon la ocasión y clavaron su veneno en mis piernas a través del pantalón. Estaba inmóvil. Una buscó mí corazón. Estaba acabado. Cerré los ojos. En ese instante pensé que “seguro la negra era una de esas amazonas del Brasil que viajan alrededor del continente en busca de esclavos; primero los embaucan hipnotizándolos con sus caderas, para después apoderarse de sus almas y cerebros -este último, se dice, lo atesoran en un frasco con alcohol-, conservándolos como simples zombis dedicados a satisfacer sus apetitos sexuales”. Abrí los ojos: el cabello había regresado a la normalidad. Me tranquilicé. La mulata se volvió a montar esta vez orientando su espalda contra mi pecho, de vez en vez se inclinaba de frente para tocarse la punta de los pies, dejándome a plenitud la enormidad de su trasero.
No estoy seguro de cuanto tiempo pasó cuando Delgado salió de la recamara. “Vá-mo-nos —dijo con voz discontinua. Yo aún seguía encajando el falo en la negrita aquella—. “Vámonos —volvió a repetir”. Saque la verga, estaba ya morada. Di varias punzadas en la cabeza para vaciarme, la testa me punzó, luego la volví a embutir. Dos chisguetes sentí desprenderse sin conseguir soltarme del todo. Delgado desesperado volvió a gritar: “vámonos”. De la puerta del cuarto salió su chica con la nariz rota y chorreando sangre de las orejas. Las mujeres se abalanzaron sobre Delgado, todas menos la negra que seguía empeñada en acabar con mi persona. Una de ellas lo golpeó con una botella de vidrio en la cabeza. Cayó desmayado. Entre dos lo arrastraron de las piernas hacia el cuarto. Al regresar llevaron a Tamara al baño. Antes voltearon hacia donde me encontraba. Detuvieron la mirada un instante. Estaba liquidado, me había salvado de las serpientes pero esto era diferente. Empecé a menearme en círculos para terminar e irme antes de que regresaran. Regresaron. Habían acicalado a Tamara, traía el cabello mojado y la piel desprendía un olor a jabón de uva. Se acercó y derrumbó a la mulata de un golpe. Comenzó a lamerme el carrizo a la par que volteaba a verme con una mirada de gatito corregido: uno de los ojos morados le daba un aspecto arisco pero la lengua era toda una experta. Estuve a punto de verterme sobre su boca, pero, al sentir mis contracciones apretó con el pulgar la base del fardo: me contuve. El angelito no era otra cosa que una experta en el arte del engullimiento del nervio. Otra de ellas, aun más astuta, quitó a la niña, roció un poco de polvo en una cerveza, lo mezcló y le dio un trago. En seguida tomó mi vara con la mano izquierda y la zambulló en su boca. La sensación fue extraña, sentía lo helado de la cerveza, el tintinear de la lengua purgando por el prepucio y el burbujeo del liquido resbalando en mis esferas, después no sentí gran cosa sólo una especie de perlesía en toda la parte baja del vientre. Terminó la acción tragándose el líquido con un poco de mi secreción. Se separó y me ofreció su segundo altar, bastante amplio. Le coloque la vara entre el par de bollos. Luego ella osciló de arriba hacia abajo sin ningún contratiempo: la cerveza había engrasado fructuosamente la broca haciendo que el taladrar fuese una tarea sencilla. A la cuarta mecida me fue arrebatada por otra de las mujeres quien me ofreció un coño bastante apetitoso, rosado y totalmente rasurado. No dude en dejarme seducir. La estoqué seis o siete veces devanando cada vez más dentro hasta que terminó por levantarse. Después lo hice yo. Estiré las piernas: tanto tiempo sentado había fluctuado en un hormigueo en ambas extremidades. Fui al baño sosteniendo, con una mano, los pantalones a medio subir y con la otra halagándome el miembro. El orinar fue una tarea bastante difícil: la orina se contuvo por instantes dentro del miembro, hinchándolo aún más. Hice una inspección: el cíclope me miraba mostrándome cierto remordimiento, estaba rojo, furioso. Viré la cara pensando en una posible represalia de mi amigo, después se apaciguó un poco rociando nieve por todo el mingitorio.
Regresé. Me quedé un momento inmóvil frente a las mujeres, todas se habían entretenido unas con otras, la negrita había puesto en cuatro patas a Tamara: sobre la espalda arqueada dejó un caminito de polvo que aspiraba sin piedad desde los platos hasta la coyuntura de las caderas, inmediatamente, por el mismo camino pasaba la lengua, luego la remolinaba en forma circular al final para no dejar sino un rastro de saliva. Las otras seis hembras se enroscaban en una masa de carne. Estaban muy ocupadas. Opté por tirarme a la azabacha que se había empecinado en ensartar la lengua de su vulva en el culo de la manceba. La tomé por detrás. La estrechez en otras ocasiones me habría hecho desinflarme en un santiamén pero en este caso con el tolete atiborrado de coca la empresa era difícil. La estuve cabalgando por espacio de veinte o treinta minutos. El cuerpo ya se me había cansado, pero la leche se negaba a regarse. Las demás mujeres terminaron por dormirse, incluso Tamara: había quedado tumbada sobre brazos y piernas con la rendija semiabierta. La negra, en cambio, seguía retozando como cuando llegamos. Yo estaba demasiado fatigado como para seguir limando.
Delgado apareció tambaleante de entre la puerta, traía un ojo morado y parte del cráneo chorreado en sangre seca. Observó hacia los lados. Lanzó un escupitajo de sangre sobre las mujeres dormidas y le dio un par de patadas en las costillas a la morena, las contracciones le hicieron apretujar y con ello aprisionarme el miembro. Volvió a patearla en el estómago. Las contorsiones me hacían tal fricción que comencé a sentir la carrera de la nata en la base del tallo. Esta vez Delgado golpeó la cabeza de la negra quien cayó desmayada, no sin antes desterrarme de sí. Estaba a punto de explotar. Traté de volver a entrar, pero me rechazó. El contacto del botón con el anillo de sodoma a medio cerrar era tan lúbrico como el estar dentro. Terminé por aventar cantidades de polen, fue como un diluvio: con tal importe de esperma se podría poblar mil veces la tierra de principio a fin y de regreso. Mientras seguía mi legrado de humanos Delgado revisaba en el refrigerador y sacaba una bolsa con medio kilo de lavada. Yo, que aún me exprimía el miembro como una toalla húmeda, estaba sentado en el suelo con un cansancio nefasto. Salió y me aventó un fajo de billetes, después supe que eran seis mil doscientos pesos. Se fue sin decir nada. Las mujeres seguían en el suelo: seis dormidas, la séptima hasta la fecha no lo sé. Terminé con mi asunto subiéndome los pantalones.
Salí de ahí, era de madrugada, el ardor de haber rosado toda la noche desapareció apenas sentí el frío en las costillas y lo amargo de una flema dentro del cuello. Un par de bombones oscuros anunciaban tormenta. Alcancé un cigarro de la bolsa de la camisa. Lo prendí. Caminé dando de bocanadas. No me apresuré, ya no alcanzaba a ir al trabajo y el book lo abrían hasta las once. Ese pensamiento me hizo recordar que en una revista había leído algo acerca de una enfermedad del juego, algo así con el nombre de ludopatía. Intuí que era portador de los síntomas, no me importó, en el artículo no decía nada acerca de amputaciones, cáncer, dislexia, disfunción eréctil o paraplejía. Me tranquilicé. De todos modos habría que tener cuidado: mientras besaba un tubo de cáncer y vacilaba en la idea de cuál sería mi aspecto después de raparme la cabeza, guardé diez dólares para las contingencias de la semana y me dispuse a gastar el resto por la tarde.
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