Él se sienta en la cama. Yo estoy sentado, pero no en la cama sino en un rincón del suelo, echándole el aliento caliente a mis dedos; uno por uno; es mi forma de contar el tiempo. Cada vez que un dedo siente el aliento de mi boca es un segundo, pero en realidad no estoy contando, es sólo una costumbre que tengo desde hace cinco días que me trajeron aquí. A él, lo trajeron junto conmigo. Desde que vino está ahí sentado, y sólo se levanta a tomar agua y a traer el cigarrito cuando le ofrezco uno. Ahora también permanece sentado y quieto: ha estado viendo hacia afuera, hacia el corredor, creo, que desde que empecé con esto de los dedos. En el claroscuro de la madrugada (porque sé que es de madrugada) no hay imágenes reales: la atmósfera en el corredor es verde y amarilla como cuando uno cierra los ojos que han sido expuestos a la luz y aparecen colores que van cambiando como a través de un prisma. Es también borrosa e incógnita como el mosaico de sombras de un ciego, que hace parecer mi mano amoratada y el rostro del negro sólo un relieve de la oscuridad.
En este claustro oloroso a humedad y silencio y a pared rota hay dos camas pequeñas, dos almohadas blandas con fundas celestes como en hospital de quinta, y las colchas grises y acartonadas con una extraña pelusa que me da comezón, por eso ya no la uso, en cambio el negro duerme como piedra a pesar de que los pies le salen por el extremo de la camita. También hay un lavabo, una repisa con dos vasos y una jarra que pareciera hecha de un semi-metal azuloso. El inodoro está del lado de la cama del negro y en un cubículo al fondo, con la inmejorable ventaja de tener una puerta delgada y pequeña por aquello de la intimidad. Debajo de la cama tengo un pequeño cajón de zapatos en el que guardo un cepillo de dientes, dentífrico, billetera y una foto que me mandó mi hermano cuando estuvo en Nueva York. El negro tiene también su botín de guerra que contiene su cepillo de dientes, una cruz de madera y pedazos de pan que guarda de la cena y que hace miga para dejarla debajo del lavabo para engordar cucarachas.
Desde que apagaron la luz (debe de ser como a eso de las nueve) no he abierto la boca para hablar, tengo la lengua pastosa y la garganta seca con un intenso sabor a cobre y la extraña convicción de estar convirtiéndome en un mineral o en un dibujo pintado en la pared. Sólo la lumbre del cigarrillo que cruje y arde; en lo demás impera el silencio como en el entierro de un don nadie o como en la sala de una solterona a las seis de la tarde. Todo se mantiene así porque el negro no habla. Se la pasa ahí, como hoy, tieso, frío y absorto y viendo hacia el corredor como esperando algo piadoso talvez en la misericordia del tiempo envuelta en el Karma del futuro para despertar a las ocho y desayunar. Talvez paisajes del pasado con trazos de confetis, pastel de ocho velitas, invitados a granel, y los padrinos que siempre llevan el mejor regalo: a los ocho años una bicicleta, ¡qué envidia! O talvez devorando su conciencia con silencio y ensayando la inmovilidad de sus músculos y el frío de sus huesos. Entonces pienso: “Si estuviera ensayando eso, debería estar tendido en la cama y no sentado como está; debe ser lo otro”.
Lo único que rompe este silencio es su respiración de buey, de animal en celo, como si jadeara por la nariz: silencio y el buey, silencio y el buey… No muy a menudo lo sorprendo hablando solo, como hoy. Dice: “coman chiquitas, coman; Jacinta, es hora de comer”. Yo, fingiendo que no escuché, le digo: “¿Qué?”, y el responde –como si aparte de negro fuera sordo –: “¿Hay cigarros?”. “No”, le digo de mala gana. En eso siento un cosquilleo móvil y rápido en el brazo, “¡cuca!”, digo alteradamente irónico y la sacudo de mi brazo. “¿Será Jacinta?”, pregunto, pero él, más animal que sordo e incorregible en su petrificada posición levanta los hombros y hace miga otro pedazo de pan.
Me he levantado a tomar agua. Aunque tenemos dos vasos, yo prefiero hacerlo del grifo; ésa es otra de mis costumbres, sólo que ésta la traje de casa: Cuando tenía doce años veía pasar, al menos tres veces por semana, a mi hermano del cuarto al lavabo. “Ya va a tomar agua”, pensaba. Yo creía que mi hermano lo hacía por la cercanía del cuarto con el lavabo y empecé a hacerlo también, y aunque me resultó incómoda la posición y fastidioso tomar agua sin un vaso, por la admiración que sentía por mi hermano, me acostumbré. Sólo entonces comprendí que mi hermano lo hacía al otro día en que llegaba borracho para que mi mamá no supiera de la cruda que llevaba a cuestas al ir a tomar agua fría del refri y le dijera: “Si me volvés a venir borracho ya no dormís aquí, ¡cabrón!”.
Después de tomar el agua, me siento en la cama; cierro los ojos; apoyo la cabeza en la pared y levanto el rostro. No trato de pensar sino de dormir, pero no puedo. Muevo la cabeza de lado a lado, de izquierda a derecha y viceversa, y ese movimiento rítmico y acompasado cesa en el momento que escucho pasos. “Son dos”, pienso. El primero, inexpresivo, leal, para librarse él también de la soledad, al crucigrama que dejo en su oficina. “Sígame usted”, dijo después de que el segundo hombre le refirió: “Me han encomendado brindarles auxilio a los dos hombres que tienen aquí desde el miércoles”. Al fin llega a nosotros la colectividad de pasos que cargan tan singulares cuerpos. Del rimero de llaves que cuelgan de su mano, toma una y abre el candado. El sonido al abrir es como el que produce una almohadilla para hincarse al caer tras de la banca cuando la iglesia está sola. Rompe el silencio, rebota el eco y queda flotando en el aire un humor salvaje de impotencia, creado por los vapores del nerviosismo sin que éste, de alguna forma, de marcha atrás.
Ahora el guardia empuja la puerta con una fuerza pequeña y mañosa dejando escapar un pequeño humm por la nariz, entonces gritan los hierros a una hora desacostumbrada, y sin quererlo, sin decir nada, sin siquiera ver su rostro, apenas adivinando, el desconocido que está detrás del guardia me lo dice todo. “Las cuatro”, pienso.
Cuando el guardia dice: “Pase usted”, descubre por completo a aquella figura que cubría con su rechoncho cuerpo y todo toma forma: el vestido largo que lo envuelve, el librito que trae en la mano y su auténtica serenidad tras los anteojos, nos arrebata la posibilidad de seguir imaginando el suplicio y nos da uno real.
Entra. Habla: “El Señor es mi pastor, nada me faltará…”. Continua diciendo: “La misericordia y el amor de Dios son para todos. De los arrepentidos Dios se apiadará”. Y el negro: “Padre nuestro de los cielos, santinado sea tu nombre…” “No se lo sabe –pienso ‒; negro maricón”.
Iván no es así. Si el negro lo viera se pondría a llorar. Si él estuviera aquí, ya hubiera dicho: “Todos los negros como vos, son unos mierdas. Eso de darle de comer a esos animalitos es juego de niñas pobres”. Iván nunca fue cobarde. En el barrio todos sabían que una vez se enfrentó a cuatro tipos, que uno de ellos tenía una navaja, aun así los golpeó y los hizo correr. Si Iván aún siguiera en el barrio, sin duda me sacaría de aquí y nos iríamos haciendo como que meamos todo con el sexo entre ambas manos.
Afuera, el corredor teje el tiempo sin vacilar, lo eleva, lo enseña por debajo de la tenue claridad, lo compara con el de ayer, con el tiempo real y lo despierta la taza de café, el motor de los buses que encienden y salen de la estación, el hacha y el azadón, y lo aniquila el negro deseando un cigarro, haciendo miga de pan y extendiendo en el silencio sus complejos.
Sigue viendo hacia afuera, pero ahora sopla un viento helado y sonoro que se cuela por las pequeñas claraboyas que hay a lo largo del corredor. Yo vuelvo a sentarme en el rincón. En el corredor hay un reflejo luminoso. Lentamente se acerca esta luz undosa que pareciera traída por un anciano decrépito y descalzo que no altera ni por un segundo el silencio. Traspasa los barrotes como si fuera el aire, y este resplandor tiene rostro y cuerpo de mujer: cabellos de plata, largos hasta el pecho, tez de porcelana fina y un vestido de lentejuela gris que brilla por la luz que emite su propio ser. Avanza y se sienta en mi cama, está de pierna cruzada, pero no habla ni se mueve, estática, majestuosa, como espectro colonial. Por la luz aquella, la atmósfera cambia: mi mano es acanelada, Jacinta es oscura, como color de café espresso , y el rostro del negro se hace visible, pero no el de siempre, ahora es pequeño y avergonzado, y el sudor, por primera vez en él, me hace saber que tiene miedo. Pienso: “negro cabrón, ya está alucinando. Si estos negros es más grande la fama que la pinga que tienen”.
Entonces el negro da un parpadeo milésimo, imperceptible y el espectro nos da una despedida muy a la francesa –se esfumó sin decir nada –. Ha quedado un vacío sobrenatural y los ojos buscan sin encontrar. Entonces confirmo que yo también la he visto y que el negro la vio aún más, es ese olor quien me lo dice: el negro se acaba de mear.
Ya son las cinco. Alguien viene. Del corredor a la celda hay once pasos, yo los cuento cada mañana cuando el guardia viene a dejar el desayuno. Hace dos rondas, una por la mañana y otra por la tarde. Viene a la hora de las comidas y otras veces más por el implacable placer social del aburrimiento. Pero hoy es diferente, porque son las cinco de la mañana. Cuento, uno, dos… once. Y entonces, el teléfono de la oficinita deja de sonar aunque está sonando, se detiene el husmeo de los bichos en los rincones, se congela el humo del cigarrillo en el cenicero y afuera se transforma la gente, se seca el rocío de las hojas instantáneamente y deja de vibrar el hormigón de la urbe. Sólo el cuchicheo de las aves en sus nidos, sólo la consigna de un mundo dormido que amaneció temprano diciendo: “Ese negro carita de “yo no fui”, y el otro escuálido mal parido, hoy mismo van a estar con el diablo, antes de que sea hora del trabajo, antes que empiece la maquila a funcionar”. Adentro, por el corredor, se pone el guante blanco la justicia, toma las llaves y abre el candado, pero es tan sólo el guardia, todo lo demás está en el patio.
“Esto es así, ya es hora”, dice el guardia. En el corredor la atmósfera ha vuelto a cambiar, es concreta, pesada, y no es expedita la vía sino es como un camino escabroso después del invierno allá en la sierra, y es este camino quien marca el tiempo, y el tiempo lo es por última vez. Caminando por el corredor la mano del guardia me toma por el antebrazo, pero al negro lo empuja. Yo lo miro y le digo: “psst… ahora podés pedir un cigarrito”, pero él no me oye, está cubierto por un rescoldo fantasmal y entonces ya no es negro, sino blanco. Llegamos a la última puerta, la que da al patio. El guardia lentamente nos quita las esposas y es cuando dice: “Dios los perdone. Valor muchachos, valor”.
En el patio, el aire es activo, el suelo amaneció más duro y es éste, testigo de esta última pena sin embargo elaborada hace tres años cuando vino Iván a mi casa y dijo que nos andaban buscando, pero que actuara normal. “Mañana nos vemos donde ya sabés”, dijo, y no lo volví a ver.
Más allá del patio, afuera, la tierra es más blanda. El hombre de la pala, fue el único activo, el único que siguió cavando cuando se detuvo el tiempo y en un momento más se irá a descansar y estará en casa antes del medio día, pero no el negro…ni yo.
La niebla ha dejado de coquetear con el suelo y se levanta metro y medio de éste en su escalada al cielo. Se perciben los muros por la costumbre de saber que están ahí. Tras ellos, silbos extraños como cánticos lejanos de sirenas, y se vislumbran fantasmas gigantes que se mecen al son de un leve viento. Y en un instante, este conjunto de aves y árboles transformados por la niebla, dejan de ser premoniciones de mal agüero y se convierten en ceremonias de la muerte.
Estando aquí parado siento miedo, un miedo frío, siniestro, diferente al de todas las horas, al de todos los tiempos. Adormitado casi por el éter que fabrica el aire bombeo sangre a todos mis órganos, pero sin respuesta. Una rigidez se apodera de mí, como si fuera una figura de mármol. “Ya comienza el rigor mortis “, pienso. Como puedo, a pesar de estar paralizado, vuelvo la vista hacia el negro, y aunque mueve sus manos y le tiembla el cuerpo, él ya no está…
–Capitán –dice una voz estentórea y fugaz –. Estamos retrasados. Las cinco y doce.
–Entendido –responde alguien impasible pero con seguridad – ¡Atención!
Entonces volteo; tengo la vista al frente pero es igual que tener los ojos cerrados. Funciona únicamente el oído y escucho que alguien dice: “Fuego”. Y en el más minúsculo segundo que conozco, pienso: “Maldito Iván ojalá se lo lleve el diablo negro maricón no tomés del grifo o te vas a parecer a tu hermano hay cigarros los gusanos negro los gusanos padre nuestro de los cielos…”.
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