Levanta la cabeza de la revista que está leyendo y mira incrédulo hacia la puerta: un hombrón inmenso, pesado, cabeza grande y cuerpo musculoso. “¿Dígame?, ¿En qué lo puedo servir?”. “Yo soy Luis Arenas. Estoy a cargo de la vigilancia y el aseo. A sus órdenes.”. “Juan Carlos Ortega. Estoy mostrando el departamento piloto”. Se miran estudiándose muy rápidamente y mueven el cuerpo con una señal de “no ataque”. “¿Lo mandaron de la oficina?”, pregunta Juan Carlos. “Claro pueh”. El grandote se siente incómodo frente al señor que es oficinista, por lo tanto, piensa, más que él. Después de una vacilación, se acerca y le ofrece la mano. Sorprendido Juan Carlos se la estrecha con un apretón cálido. “Mucho gusto. Aquí vamos a ser colegas de trabajo”. “Sí, y los dos solitos”. En un comienzo a JC la aparición de este hombre no le es muy grata. A él le gusta la soledad. Pensar, leer. Seguramente el cuidador va a querer hablar. No le gusta mucho la idea, aun cuando el hombre le simpatizó de entrada. Con el tiempo sabría mucho de este hombre simple como sus tierras del sur.
Lucho Arenas era del campo sureño, ese campo siempre húmedo y con olor fuerte, del “profundo sur” como diría algún siútico literario o farandulero televisivo, que al cabo da lo mismo. El hombre se había criado con buena alimentación y mucho ejercicio. Mucho hacer “juerza” en el trabajo agrícola. Su padre era peón de fundo y su madre se rompía la espalda para hacer los quehaceres de casa. Eran seis hijos. Lucho el segundo. En esas tierras llovía casi siempre y había mucho que hacer ayudando al padre en sus labores. Este, hombre callado y muy trabajador era mal genio y exigente con sus hijos y cuando le ponía alcohol al cuerpo se volvía violento. El Lucho se había escapado de sus golpizas porque no daba motivo y por sus piernas firmes y buenas para correr. Pero un día el viejo “me puso un mangazo que me hizo ver estrellas”. El tranquilo Luchito le devolvió el golpe y lo dejó fuera de combate. A petición de su madre se vino a Santiago. “Váyase mi’jito que el papá lo va a matar, naiden le había levantado la mano”. Y a los 16 años se vino a la capital. “Del campo a la gran ciudad de un paragüazo caballero”.
Levanta la vista de su lectura, que nunca le falta, al percibir la sombra en la puerta. Lucho Arenas se limpia los pies antes de entrar. A Juan Carlos no le hace mucha gracia que aparezca. Él preferiría seguir leyendo pero también le gusta este conversar que se está haciendo habitual y sirve para romper la monotonía. “Hola Lucho. ¿Qué se cuenta?”. “Aquí haciéndole cototo puh”, dice mirando como de lado. “Voy a boxear de nuevo”. “Pero Lucho, ¿no te cansáis de que te saquen la cresta?”. “No puh, si no es tan fácil pegarme. Doy lo mío”. “¡Con el pensamiento, puh güeón!. Ja,ja,ja. Dice Juan Carlos riéndose con ganas. Lucho no se molesta por que sabe que no hay mala onda y sí preocupación. “La verdad Lucho creo que no debís de pelear más. Tú mismo me has contado que te han golpeado mucho y eso se acumula amigo. Tú eres joven y no sentís nada pero ¿y después?”. “No paaa’na. Ahora sí que voy a ganar”. “¡A ganar unos pesos como siempre puh Lucho, pero a cagarte más la cabeza pal futuro!. No deberías pelear de nuevo”. A poco de llegar a Santiago lo asaltaron una vez y metió un gancho de derecha y el punga cayó nocaut ahí mismo. Estaba en La Vega donde lo vio un dirigente que estaba comprando con la señora y lo palabreo ofreciéndole que se fuera a probar al gimnasio. Así llegó al boxeo. Resultó que era muy aguantador, pegaba firme, pero de boxear nada y no sólo tenía la cabeza dura para recibir golpes... nunca aprendió a boxear bien, entonces lo dejaron como “paquete”, como comodín, para ayudar en la carrera de otro que fuera bueno. Así lo utilizaban. No exigía nada y se conformaba con unos pocos billetes. En la primera pelea logró rápidamente aplicar un golpe y noqueó de nuevo, pero de ahí para adelante pasó en la lona no más. Sólo lo llamaban para cuando lo necesitaban. Él no haría carrera. Pero él seguía esperando el día en que volviera a noquear a alguien y le dieran la oportunidad de pelear con alguno de categoría. Pero era tranquilo y esperaba sin apuro, caminando por la vida al mismo tranco que lo hacía por el campo, en el sur.
“¿Ha venido sólo la familia Poblete Miranda no ma?”, Preguntó al tiempo que entraba a la casa. J. Carlos pensó: “¿Cómo supo este güeón el apellido de la única gente que ha venido en toda la mañana?”. “Sí, don Juanca, no hay plata, está loba”. Ahí comprendió: “Familia pobre que sólo viene a mirar”. “¡Este Lucho tan chileno!”. ¿Y qué se cuenta Lucho “Paquete” Arenas?”.
“El próximo viernes peleo. ¿Va ir a verme?”. “Pucha Lucho, no quiero ver que te zurren”. “Vaya a ver a un ganador”. “Lo voy a pensar”.
Decidió ir. Nunca le han gustado las aglomeraciones. La gente lo incomoda. Se siente pasado a llevar cuando lo empujan y aprietan. En la cola para pagar la entrada se resigna. “Ojalá al Lucho no lo maten”. La cola avanza. Por fin le toca a él. “Una galería, por favor”. Paga y sigue a la gente que se dirige a sus asientos. Como no sabe moverse en este lugar se ve obligado a ser masa y dejarse llevar. Cuando llega a su asiento está cansado y molesto. En el ring está terminando una pelea. “Esto es asqueroso”, piensa mientras mira en busca de un vendedor de café. Hace frío a pesar de estar rodeado de cuerpos que emiten calor él tiene frío y siente que no es de ahí. Sensación bastante habitual en su vida, por lo demás. Se acomoda con el vaso caliente en la mano y espera que pronto peleé el Lucho Arenas. Lo ve venir. Con una bata roja junto a su manager. Con su mismo paso retardado de siempre, como arrastrando los pies. Lo aplauden a pesar que la gran mayoría no sabe quien es. La escena está sacada de la TV, pero es una copia de mercado persa. “¿Qué hago yo aquí?”. Se pregunta con una mezcla de tristeza y desprecio a todo ese mundo. Aprecia al Lucho, a lo que él representa. A sus primeros amigos campesinos. A las empleadas que lo regalonearon cuando era chico. Pero ahora que es un profesional... ”Me tengo asco”. Lucho sube al ring en medio de una gritadera que no se entiende. Saluda. Juan Carlos se sorprende de su transformación. Este Lucho Arenas es otro. Se ve más alto aún y con un aire de paz y seguridad que no le conocía. Su contrincante en el rincón opuesto espera. Es como otro Lucho pero más pequeño, se nota que tiene mucha fuerza. La pelea va a comenzar.
Ya al empezar se notan dos estilos diferentes: el Lucho, puro coraje, ganas, nada de técnica. El adversario, frialdad, cálculo y golpes aplicados donde duele y minan la capacidad del adversario.
Al tercer round el Lucho no da más. Tiene un ojo cerrado y arrastra las piernas. Casi al finalizar la vuelta un combo lo tira de espaldas. “¡Se acabó!”. Se dispone a ir a su casa cuando siento un malestar. Le duele el alma. “Voy al camarín. Lo voy a apoyar en este momento”. Recuerda cuando le dio el dato de la casa de Los Castaños. “Todos los jefazos la usan como motel, desde hace tiempo. ¡Cuándo quiera ir yo le aviso, pa’ que esté desocupada!”. “No tenía por qué hacerme esa paleteá. Pero el Lucho es así. Cuando puede ayudar, ayuda.” Se da cuenta de su presencia permanente y discreta en todo el tiempo que ya ha pasado. Al llegar al camarín un señor le detiene. “Vengo a ver a Luis Arenas”. “No se puede pasar”. “Soy su hermano”. Palabras mágicas para el pueblo, porque es pueblo, pueblo todo lo que se mueve entorno al box. Hasta los mafiosos del box, son pueblo. Está sentado en una camilla. Cubierto con una toalla. “Su hermano lo viene a ver”. “¿Mi hermano?”. “¿Qué tal Luchito?”. Se cubre la cara. Lo abraza. “¿Te avergonzai conmigo Luchito?”. Siente su abrazo cálido. “Es un niño”, piensa. “Tenía razón. Me sacaron la cresta. Era muy rápido”. “Ya arréglate güeón pa’ que vayamos a celebrar esta casi victoria. Ja, ja,”. “Putas que es maricón amigo. No se hace leña del árbol caído”. “¡Y bien caído!. Ja, ja, ja”. Salen abrazados del estadio y se van a una picada que conoce el Lucho en Matucana. En ese momento Juan Carlos siente que todos sus estudios, sus aires de nobleza, toda los abolengos familiares no valen nada comparado con ese calorcito de la amistad. La amistad de un hombre simple y bueno: Lucho “paquete” Arenas.
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