El Pasaporte
Sí, de eso quiero hablar hoy, de mi pasaporte. Pero como no tengo con quién, mejor lo escribo. Además, no sé; hoy me levanté con la impresión de que me estoy volviendo loco, y no quiero que me agarre la esquizofrenia con una camisa de fuerza puesta. Porque, como ustedes sabrán, con ella es muy difícil escribir. Pero, si por casualidad me encontrara con las manos atadas con esa mezcla de algodón, yérsey o sabe Dios qué, de todos modos intentaría hablar. Pero sé que lo primero que van a decir es: éste tipo está loco. Por eso pienso que, si estoy atado de manos y no puedo abrir la boca para hablar, pudiera intentar escribir con los pies.
He visto documentales en la televisión donde salen personas que no tienen brazos, y escriben y pintan con los pies… y hasta ganan premios internacionales. Pero ahí está otro problema: si yo fuera uno de los elegidos a un premio de literatura y me tocara firmar una de mis obras, claro teniendo las manos libres, no habría ningún problema. Pero a las personas que compraran mis libros escritos con los pies, seguro que no les gustaría que les firmara el libro con la mano; ya saben ustedes como es la gente de exigente cuando compra algo. Bueno, como les decía, a la hora de firmar mis libros con los pies, el problema es el mismo. Siempre he padecido de los pies. ¡Ah! Seguro estarán pensando en el metatarso caído, o en los juanetes. ¡No, señor! Lo mío es diferente. Lo mío es la peste a patas. El olor de pies. Yo siempre he tenido que usar zapatos mocasines para que el mal olor no salga por los ojales de los zapatos; y gracias a Dios, no me los he tenido que quitar, ni para hacer el amor, pues les aseguro que ahí muere el encanto con mi pareja. Parece que, cuando me desnudo y dejo fuera todas mis carnes y grasas, combinado con mi bigote de candado, mi barriguita pronunciada y mis zapatos con medias a rayas, doy una imagen algo fetichista que pone a volar la imaginación hasta de las más puras.
Pero ahora que estoy sólo aquí, tratando de escribir, los pensamientos me empiezan a volar y me acuerdo cuando tenía seis años y comencé a estudiar. De la escuela lo que más me gustaba era hacer las tareas. Llegaba corriendo a la casa y me iba directo para el cuarto. Me quitaba los zapatos y las medias y dejaba que el piso frío de mármol me refrescara los pies, Sin apenas probar bocado, cogía cuaderno y lápiz y me iba a sentar a la mesa del comedor. Allí era donde me sentía mejor. No porque me gustaran mucho las letras o los números, o como a muchos de nosotros, donde lo que inspiraba el aprendizaje era saber que estábamos enamorados de la maestra. Lo mío era diferente. Cuando me sentaba a hacer las tareas, el perro venía y me lamía los pies. Sinceramente aquello me daba unas cosquillas del carajo. Pero al poco tiempo Nerón, que era así como se llamaba el perro, empezó a sufrir problemas respiratorios. Después de una sesión de lamidas, el perro salía de la mesa tosiendo; parecía que se estaba ahogando. Como a la semana, el perro ya no ladraba, sino que emitía un sonido gutural que daba miedo; y en las noches, cuando empezaba o intentaba ladrar, mamá lo utilizaba como pretexto para mandar a la cama a mi hermanita de siete años, diciéndole que el hombre lobo andaba cerca y que si no se acostaba, seguro se la llevaría. Parece que el truco funcionaba; nada más mi mamá lo decía, mi hermana salía corriendo y se metía en la cama, se tapaba de pies a cabeza con una manta de lana y, aunque se bañara en sudor, de ahí no salía en toda la noche. Ahora entiendo por qué mi hermana es tan flaca, parece que toda la energía que tenía para crecer y convertirse en mujer de buen cuerpo, se le fue en sudores en la temprana edad.
No había pasado un mes, cuando a Nerón se le empezó a inflamar el hocico; se le puso tan feo como el de un puerco, y apenas se levantaba del suelo cuando mamá decidió echarlo a la calle, pues tenía miedo deque uno de nosotros se contagiara con el animal. Lo que no sabía, ni nunca lo supo mamá, fue que quien contagió a Nerón, fui yo. Todavía tengo cargo de conciencia por el pobre animalito… y este mal olor que no se me quita. Con el tiempo aprendí a vivir con él; a no ponerme nervioso por nada, porque entonces, eso provoca que mis pies empiecen a sudar, rompiendo el equilibrio odorífico de mis dedos. Principalmente evado conversaciones eróticas, cartas de disculpas, llenar formularios para pasaporte, etc. En fin, todo lo que pone a prueba mis nervios.
¡Coño! ¡Pasaporte! Pero si de eso era de lo que yo quería escribir. Y para colmo de males, ahora llegaron los enfermeros del psiquiátrico a recogerme. Mejor guardo mi libreta de notas para seguir escribiendo en otro momento, porque con las manos dentro de una camisa de fuerza, difícilmente puedo escribir; y con los pies… ¡ni que estuviera loco!
Arnoldo Labrada (Berraco)
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