EL PISTOLÓN
Estaba de ocho meses. Salí de la consulta del doctor Morales un poco nerviosa, era mi primer embarazo y ya se acercaba el momento. Para entretenerme un poco, decidí entrar en el Corte Inglés a mirar un poco de ropa para mi nenita. Me dolía un poco la espalda y tenía los pies hinchados, así que decidí coger el ascensor. Esperaba a que bajara cuando una monjita mayor, de las que cuando las ves piensas: “esta vieja tiene que ser monja por cojones”, empezó a hablarme y preguntarme por el bebé, que si de cuanto estaba, si era niño o niña, lo típico, aunque hay que reconocerle a la señora que no intentó tocarme la tripa, que ya estaba más que manoseada por todas las tías, primas y vecinas con las que me había topado en los últimos 4 meses.
Se abrieron las puertas del ascensor y salieron unas cuantas señoras con abrigos de piel y con varias bolsas que hablaban y reían como nerviosas, acerca de no se qué ruido raro del ascensor, la monjita y yo entramos en el ascensor. Con nosotras también entraron un tío alto y rubito que parecía un poco perdido y una niña que parecía venir de un colegio en el que el monjita podría dar clases. Cuando se cerraban las puertas entró corriendo un cincuentón regordete y sonrojado, que parecía un tonel de cerveza. Éste se tambaleó y casi se cae sobre la niña, con una extraña sonrisa en su cara, que le daba un aspecto de salido muy desagradable.
El hombre gordote, entre la mezcla del olor a sudor y cerveza que despedía y la cara de desviado con la que miraba a la niña, que dicho sea la verdad, para la edad que tenía iba un poco provocativa, daba bastante asco. La monjita me seguía dando conversación y me aconsejaba sobre los primeros años de la vida de mi nenita, cosa que me chocaba mucho, porque evidentemente no podría hablar por experiencia. En la segunda planta, con un fuerte chirrido, que me puso nerviosa, se abrieron las puertas del ascensor. No salió nadie pero entraron tres hombres jóvenes. Uno saltaba a la vista que era bombero por la chaqueta que llevaba, los otros dos, la verdad, eran bastante grises a la vista de cualquiera, y se pusieron al fondo del ascensor, deberían de ir a la última planta.
Se cerraron las puertas y cuando empezaba a subir de nuevo el ascensor sonó muy raro otra vez, yo ya comencé con la taquicardia y agarré mi tripa como al más preciado de los tesoros, y la monjita muy amable ella, me cogió el abrazo y me tranquilizó un poco. El borracho mantenía su mirada en el escote de la niña con la faldita tan corta y el polo desabrochado, ésta por su parte miraba de forma muy descarada al bombero mientras succionaba un chupa-chups y emitía una sonrisa tentadora. El bombero al momento cambió la mirada hacia la monjita y yo y se ruborizó, a saber qué estaría pensando para ruborizarse. Ojalá mi nenita no se parezca en nada a esta zorrita con coletas pensé. Justo en ese mismo momento el ascensor dio una sacudida muy fuerte la luz falló y yo en un acto instintivo me eche hacia atrás con una mano en mi bebé, gritando, para sentir la pared, pero en vez de eso, mi culo se apretó contra una de los dos hombres jóvenes que se había puesto al fondo. Cuando me quise dar cuenta, su polla se empalmó y la luz se fue definitivamente.
Todo el miedo que sentía por un momento desapareció. Llevaba más de cinco meses sin follar con mi novio, por lo del embarazo, y cuando sentí esa pedazo de polla en mi culo, me evadí de la situación, me olvidé de embarazos, dolores, náuseas, bebés e imagine que ese hombre que estaba detrás de mí, me cogía las tetas desde atrás y me poseía ahí mismo, en el ascensor en esa oscuridad. De repente una patada en la tripa me devolvió a la realidad. Y me separé de un salto de esa polla. Mi bebé parecía no aprobar mis pensamientos, imagino que por lealtad a su padre. Volví a sentir en la oscuridad el brazo de mi monjita que se aferró fuertemente y me decía que me tranquilizara, ¡qué me tranquilice¡ pero señora, ¿cómo me voy a tranquilizar?, si estoy de ocho meses encerrada en un ascensor, con un tío que tiene un pistolón detrás mía, dispuesto a disparar. El hombre alto y rubio que parecía despistado, creo que era polaco, por sus intentos fallidos de pedir ayuda en castellano. La niña-zorrita empezó a gimotear y dar golpes, a la vez que se oían las risas del borrachín. El bombero nos decía que nos calmáramos, que pronto vendría alguien a ayudarnos. Yo respiraba muy profundamente para intentar calmarme a la vez que la monjita con sus plegarias a Dios, parecía sacar de sus casillas a uno de los dos hombres que se habían puesto al fondo, que la gritaba que se callase, que no vendría ningún dios a sacarles de allí. Acto seguido empezó a gritar pidiendo ayuda. Por mucho que respirara profundamente, que la monjita me apretara fuerte, y que el polaco me hiciera gracia por sus patadas al diccionario, mi angustia crecía por momentos. No podía dejar de imaginar como daba a luz en ese lugar a oscuras, atendida en el parto por una monjita y un superdotado. Encima era primeriza, madre mía, no era capaz ni de tragar saliva, y lo peor de todo es que no era capaz de olvidarme del pistolón. Mi espalda ya no me permitía estar mucho más tiempo en pie, y mis pies pedían a gritos que me tumbara con ellos en alto, cuando volvió a sonar y chirriar el ascensor, todos gritamos, o al menos eso creo, y de repente se empezó a mover. Unos instantes después se encendió la luz. Di un abrazo a la monja que daba gracias a Dios, mi bebé no nacería en ese ascensor después todo, pensé. El hombre del pistolón estaba como si no hubiera pasado nada, solo que no se le notaba el empalme y el otro que se puso atrás, estaba de cuclillas temblando. El bombero estaba junto a la puerta, al igual que el polaco. La niña-zorrita sollozaba sentada en el suelo y a su lado, el borracho tenía una inmensa sonrisa. El bombero fue a levantar a la niña, que parecía asustada e intentaba escapar de él. De sus muslos, y a lo largo de su pierna bajaba un hilo de sangre y su polo estaba descolocado, arrugado y manchado. La niña rompió a llorar. Se abrieron las puertas en la planta tres y corrió fuera del ascensor acompañada de las risas del borracho y del asombro de todos los demás. Salí del ascensor, muy aliviada pero con un extraño sabor amargo, del brazo de la monjita, la cuál muy amable ella, me acompaño hasta mi casa y pagó el taxi y todo. La invité a un café y hablamos de lo que le podría haber ocurrido a la niña-zorrita. La monjita no era tan mal pensada como yo, pero yo esto seguro de que la niña recibió la polla que tenía que haber sido para mí.
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