Estaba tan feliz por su hueso que, antes de arriesgarse a perderle, lo enterró en algún lugar del jardín, y para no olvidarse dónde lo había dejado, dormía encima de su tesoro. Tal era su amor por ese hueso, que cuando se acercaban a acariciarle refunfuñaba en señal de ataque, eso porque en el fondo de su alma perruna, comprendía que su única compañía real era ese hueso. Para él era igual o mejor que algún amo cascarrabias o uno sobre protector.
Con el pasar del tiempo, construyeron una casa en el jardín del perro. Él no dejaba de aullar; estuvo haciéndolo varios días y ladraba furioso en dirección a la casa. Le arrojaron varios huesos para que se calmase. Pero el quería su hueso; su propio hueso.
Ya después de varios años que terminaron por pegarse en su pelaje, como el óxido en el acero, y cansado de ladrar, se echó simplemente a morir, aunque antes de que ocurriese le dejaron entrar para que al menos muriese en el lugar de su amado hueso.
Y así cayó en el césped del jardín, moviendo su cola para demostrar su alegría, casi agradecido por algo que por derecho era suyo; su última alegría. Más tarde supimos la razón del celo con que cuidaba su tesoro. Ese hueso era el último recuerdo de su compañera, que por torpeza de algún conductor perdió la vida; ese hueso era el que lamían y mordían juntos, era como quien dijese: "el anillo de compromiso para los novios". Es así que él no protegía el hueso en sí, más bien el único vínculo que lo unía a su amor y, el día en que lo dejamos entrar, no se puso feliz por recuperar lo suyo, sino porque al fin volvería a estar con su amada compañera...
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