¡Qué Vida!
La mañana estaba fresca aquél día cuando salí de la oficina. Necesitaba ver la luz y sentir el calor del sol sobre mi piel. Habían pasado ya seis meses de largo y crudo invierno. Aún se sentía frío. Al encender un cigarrillo noté mis manos ásperas, resecas. Dejé escapar un suspiro mientras musitaba. ¡Qué vida esta! Las observé contrariado, y musitando me dije: mis manos ya no son las mismas. Las miré torpes, aunque conservan su fuerza para seguir trabajando. Coloqué el cigarrillo en mis labios. Lo encendí. De pronto ella apareció en la acera de enfrente. Nunca supe su nombre, pero la llamaré Genoveva. Su andar gracioso, rítmico y cadencioso, me cautivó. Me quedé parado, sin comentar nada, solo observando cómo se acercaba a mí. Me di cuenta que no estaba sola; venía cargando una linda criatura que apenas si se miraba abrazada contra su pecho. Al agacharse, extendió los brazos y la colocó de pié sobre a acera. La criatura era menudita y de ojos saltones, con un pelaje rubio, sedoso y brillante; caminaba graciosamente cerca de ella con pasitos cortos y apurados. Pasaron cerca de mí; Genoveva me sonrió y le correspondí, agachando la cabeza con reverencia. Apuré mi cigarro. Mientras se alejaban, pensé en el gusto con que ambas criaturas parecían tomar la vida. Alegres, tranquilas y caminando sin ninguna prisa. No sé si ella se dio cuenta que la estaba observando, pero al llegar a la esquina, se dio vuelta. Movió la cabeza en ambas direcciones, como buscando algo, o alguien. Regresó con paso lento; pero la criatura parecía guiarla con paso más apurado. Se me acercó.
–Disculpe–interrogó. ¿No sabe usted donde queda una estética por aquí cerca?
– ¿Estética?-dije sorprendido.
–Sí. Una estética.
– ¿Para usted? No creo que la necesite–le dije. Se mira muy bien así.
–gracias, pero no... No es para mí. Es para mi bebé. Verdad chiquito, mi amor –dijo cariñosamente, besándolo mientras se agachaba.
–Pues, no. Disculpe. No conozco ninguna estética por aquí. Pero dígame... ¿Qué edad tiene su bebé? –le pregunté. Ella no respondió, su mirada parecía estar más concentrada buscando por un lado y por otro la dichosa estética. No obstante, después de unos segundos de infructuosa búsqueda, volvió su mirada hacia mí, como resignada. Hasta ese momento me di cuenta que era una mujer madura, aunque de lejos parecía más joven. Sin embargo, se veía bien conservada. Le seguí haciendo más preguntas sobre los cuidados que le propiciaba a esa criatura; se notaba que le agradaba el tema de la conversación; no parecía llevar ninguna prisa, tampoco yo. Disfrutaba acariciando a su bebé y contándome las monerías que tenía que hacer para jugar con él y mantenerlo ocupado; de la ropa, la comida especial, de todo. Me contó de los juguetes que había comprado recientemente para que no se aburriera en casa; lo sacaba a respirar aire fresco por lo menos tres veces al día. ¡Caramba! –exclamé. Y yo que no me puedo dar el lujo de llevar al parque a mis hijos, y jugar con ellos los fines de semana. El tiempo pasó volando platicando de cosas sin sentido. Después de despedirse, me quedé pensativo mirando cómo se perdía a lo lejos. Cuando por fin me di cuenta de la cantidad de dinero que Genoveva gastaba en alimentos y cuidados para su bebé, me dije: “esta mujer debe tener dinero de sobra... y yo rompiéndome la espalda en éste trabajo de mierda, sólo para medio sobrevivir”.
¡Qué vida! …
la de ese perro.
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