PEPE CILICIO (DOS)
viernes 1 de mayo de 2009
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Lo advirtió Dostoyevski aunque seguramente a él se lo advirtieron: el hombre normal casi no existe. Que se lo pregunten al doctor Napoleón Baldovinos, siquiatra de moda, cien euros la sesión. Aquí aguardo yo para la sesión de diván. Aún recuerdo cuando mi madre me trajo por primera vez; imaginé encontrar una cueva mugrienta donde se amontonaban perturbados de rostros inexpresivos, chiflados luciendo sonrisas tipo Dani de Vito y hasta algún tipo sujetado por el cuello con una argolla anclada en la pared. Pero no. Aquella era una consulta de lo más coqueta, decorada con cuadros de Dalí, ambientada con música clásica, y todo un conjunto de buen gusto rematado por una enfermera de porte salutífero a la que sin duda se beneficiaba el doctor Baldovinos en el diván. Y esto es precisamente en lo que pensaba cuando me tocó el turno.
Me acomodé en el diván.
- No se asuste jovensito (olvidé consignar que el doctor Baldovinos es argentino, por lo que ruego al lector que adopté en sus intervenciones el peculiar acento de nuestros hermanos de la Plata). Relájese, la terapia consiste en verbalizar aquello que le venga a la mente. Le escucho.
Naturalmente yo no dije nada.
- Por favor, piense usted en voz alta.
Y dale Perico al torno. A cualquiera se le ocurre verbalizar que la enfermera de Baldovinos estaba en pelota, cabalgando sobre Baldovinos, también en pelota, en aquel mismo diván.
- Está bien, espero –dijo al fin el doctor acomodándose en su sillón.
Y claro que esperó. Durante los siguientes veinte minutos no dije ni media, y es que a la imagen inicial de Baldovinos y su enfermera retozando desnudos en aquel diván, se sucedieron de seguida otras mucho más picantes: yo con la enfermera, Baldovinos con mi madre, los cuatro en salvaje orgía ...
Y al cabo de veinte minutos
- Muy bien, la sesión terminó; le ruego tome cita con la enfermera. Buenas tardes.
Mi madre pagó por aquella sesión de psicoanálisis cien euros y concertó nueva cita para la semana siguiente. Naturalmente traté de disuadirla pero ni flores.
Se preguntará el lector qué hacía yo en la consulta del doctor Baldovinos y a qué el empeño de mi madre en dilapidar el presupuesto familiar. La explicación es sencilla: la Conejo. Mi madre comenzó por descubrir una carta, y como es normal no le dio más importancia, incluso sonrió candorosa. Pero un día se percató de que los cajones de mi mesa rebosaban de cartas de amor a la Conejo, todas sin remitir; otro, que mis libros estaban estampados de corazones con nuestras iniciales; un tercero descubrió una cajita vacía de juanolas donde yo guardaba un chicle de la Conejo con indicación del día y hora en que lo había mascado; y, lo que colmó el vaso, terminó por descubrir que había sustituido todas las fotos de mi álbum por retratos de la Conejo. Con esto último comenzó a preocuparse. Habló del asunto con sus amigas del chinchón, y una de ellas le refirió mil maravillas del siquiatra Napoleón Baldovinos. Lo consultó con mi padre, pero éste aseguró que lo mío no era sino holgazanería y falta de azada.
- No es cosa de médicos –concluyó-, se le pasará con la edad.
Pero yo ya tenía mis buenos veintiséis tacos, así que mi madre decidió llevarme en secreto a la consulta del siquiatra Baldovinos.
Afortunadamente para el bolsillo de mi madre, las sucesivas entrevistas con el psiquiatra no discurrieron como la primera. Como buen paciente, opuse cierta resistencia pero terminé por abrir mi mente a Baldovinos; y debo confesar que pese a mi desconfianza por todo vocablo que comienza por “psico” experimenté un lavado de coco comparable al de vientre cuando se le aplica una lavativa. Nada oculté yo a Napoleón Baldovinos. Le referí, sin omitir punto ni coma, hasta la última de mis bajas pasiones, incluida la conejil; y al cabo de algunas semanas me entregó un sobre con el diagnóstico de mi padecimiento: Monomanía Perseguidora Severa. ¡Menudo descubrimiento! Junto al diagnóstico, el tratamiento que había de observar: dos pastillitas diarias de un tranquilizante suave, terapia de inhibición, es decir, no perseguir a la Conejo, y sesión semanal de diván. Por mi parte decidí no tomar las pastillas y continuar acechando a la Conejo, aunque no renuncié a mi limpieza de cráneo semanal.
En la consulta de Baldovinos conocería yo algunos personajes pintorescos. Tal es el caso de David Andreu, un tipo limpio y aseado, cuyo alias, “el lamedor del semáforo”, me hizo sospechar durante un tiempo que su locura consistía en haberse enamorado de un poste de señales luminosas. También fui presentado a don Narciso Severo, nada menos que el alcalde de la ciudad (para que vean que visitar a un psiquiatra es hoy día de lo más normal). Baldovinos le trataba de su exceso de adorno y compostura, y es que el tío cuidaba con esmero enfermizo cuanto tenía que ver con su imagen.
Pero de todos los que nos apretábamos en la consulta de Baldovinos, nadie había de ejercer tanta influencia en mi vida como Enrique Mezquita, un joven de mi edad diagnosticado por don Napoleón de Trastorno Depresivo Ansioso. Y cosas del destino, el perseguidor severo y el depresivo ansioso iniciaron en aquella sala de espera una larga y provechosa amistad.
Enrique Mezquita era un tipo que jamás conoció término medio es su modo de vida ni en sus costumbres. Apuraba todo con la fruición propia de un condenado a muerte. Si fumaba, lo hacía hasta ennegrecer sus pulmones; si bebía, no paraba hasta perder la compostura y en ocasiones el equilibrio. En el diccionario de sus virtudes no hubo espacio para palabras como templanza o mesura ni sinónimos de sobriedad y frugalidad. Y es que todo aquello que cruzaba el cerebro de Mezquita era llevado al extremo, exprimido y escurrido. Esta particularidad de su carácter había de acompañarle toda su vida, y yo mismo fui testigo de algunos de sus quiméricos proyectos, desarrollados, eso sí, con el vigor enfermizo de quien cree que no sobrevivirá al día siguiente. Aún recuerdo cuando le dio por la música de los Beatles; no cejó el colega hasta conseguir la colección completa de los discos de vinilo, una bagatela pagada a precio de tecnología punta. Cultivó la filatelia, la numismática y la colombofilia; coleccionó latas de conservas, paquetes de tabaco y hasta chapas de botellas de cerveza; y en todas y cada una de sus aficiones llegó al mismísimo límite de lo insuperable, sin escatimar esfuerzo ni dinero. No extraña pues que el buen Baldovinos le colgara aquello de depresivo ansioso.
Pero por suerte para Mezquita la naturaleza vino a amortiguar sus excesos obsequiándole con puntuales accesos de indolencia, complemento ideal para sus crisis, que, en cuanto le sacudían, le llevaban a abandonar sus aficiones de la noche a la mañana, con el mismo ímpetu y vigor con que las había iniciado. Allí quedaron los discos y los sellos, sus monedas y hasta aquel palomo que le costó una fortuna, pues el pedigrí del animal alcanzaba los tiempos de Cristóbal Colón.
En la época que le conocí andaba detrás de convertirse en novelista. Se había leído de tirón los Episodios Nacionales y su cerebro, agotado, sucumbió a la depresión ansiosa y le embarcó en la aventura literaria. Y claro es que Mezquita no había de conformarse con emborronar unas cuartillas. Se concentró en su ópera prima con tal dedicación que pronto hubo de abandonar todos sus demás quehaceres cotidianos, comenzando por los estudios.
Sí, Mezquita decidió que su proyecto novelístico exigía dedicación exclusiva y ni corto ni perezoso abandonó sus estudios. En los meses siguientes se atrincheró en su habitación armado de folios y bolígrafos con el firme propósito de parir la obra literaria del siglo. Justificaba su absentismo colocándole a su madre una variada colección de pretextos (que si un día había huelga de penenes, que si otro elección de delegado, alguna enfermedad del profesor de turno). El caso es que en las semanas siguientes ya trabajaba con un borrador de más de cien folios.
Pero su padre, don Santos Mezquita, se personó en mala hora en la Escuela de Turismo para interesarse por la marcha académica de su hijo y descubrió todo el pastel.
- Pero cómo no me han avisado.
- Esto no es una guardería, señor Mezquita –le respondió el director.
Y claro, cuando regresó a casa se armó la de san Quintín. Don Santos Mezquita era persona de bien, honrado y trabajador. De pequeño su padre lo colocó de mancebo en una ferretería y al cabo de muchos años, y no pocos sacrificios, abrió la suya propia, “La Ferretería Mezquita”, negocio floreciente que administraba con pulcritud. Nadie le había regalado nada, y seguramente por ello le irritaba sobremanera la actitud disoluta e irresponsable de su hijo.
- ¿Cómo crees que he ganado yo todo esto? –gritó don Santos señalando el rico mobiliario del salón-.
Y allí mismo le colocó el consabido discursillo de si yo hubiera podido estudiar, trato de darte lo que yo no recibí, etcétera, etcétera, que de nada sirvió; y al poco, Enrique Mezquita engrosaba la cartera de clientes de Napoleón Baldovinos. Pero ni la ciencia médica consiguió quitarle de la cabeza su capricho literario, y ello sacó de sus casilla al bueno de don Santos.
-¡ A trabajar! –gritó a su mujer-. Si no quiere estudiar, a trabajar. A éste le quito yo la tontería a base de madrugones. Faltaría más. Y por la noche a la Escuela de Turismo, a sacarse el título.
Y puede que don Santos Mezquita tuviera razón. Él había aprendido a leer y escribir con denodado sacrificio y se avergonzaba cuando, aún hoy, le pegaba alguna patada a la gramática rellenando los albaranes de la ferretería. No comprendía cómo su hijo podía despreciar una buena educación, estudiar una carrera. Yo mismo lo veía así a pesar de mi monomanía perseguidora.
- Tu padre tiene razón, Enrique. Eso de las letras es jodido y no se le ve futuro.
- Que yo he nacido para esto, Salvador, lo siento aquí –me decía señalando su corazón-. ¿Acaso no has oído aquello de que el artista nace, no se hace?. Pues eso mismo me ocurre a mí. Haga lo que haga siempre seré escritor, y el escritor debe escribir. Y no me hables del futuro. Dios proveerá. ¿Murió acaso de hambre Galdós?
- No, pero las pasó canutas.
- Yo no digo que sea fácil, sólo que estoy convencido de llegar a ser un gran escritor.
- ¿Qué quieres que te diga? Seguro que por cada uno que vive de esto mil se mueren de hambre.
- ¡Qué va! –repuso Mezquita- Eso era antes. Hoy día los buenos escritores viven de escribir y viven bien. Lo que ocurre es que este mundillo está infestado de aficionados, tipos que escriben su librito y pagan ellos mismos la edición. ¿Y para qué? Para alimentar su vanidad y escapar de su mediocridad. ¡ Escribidores de pacotilla que contaminan el arte y el mercado!
- No sé, no sé –comenté escéptico-; no lo veo claro. Además, los principios tienen que ser especialmente duros.
- Que no – insistió Mezquita-. El escritor, el buen escritor, encuentra pronto reconocimiento público, que es el primer paso a la consagración. De ahí a la pasta es un paseo. Fíjate sino en ese Reverte, de presentar un programa cutre de televisión a académico de la lengua; y todo por un par de novelitas de lo más comercial. ¿Y ahora qué hace?, pues ver crecer su cuenta corriente con los derechos de autor.
- ¿Tú crees?
- Seguro. El secreto es aprovechar las oportunidades. Mira –Mezquita me mostró un folleto de la Concejalía de Cultura-, convocan el Primer Certamen literario “Elx dos Patrimonis de la Humanitat”, dotación treinta mil euros. Te demostraré que tengo razón ganando este certamen. Cinco quilitos y publicación de la obra; a partir de aquí, camino de rosas.
- Coño Enrique, no seas prepotente, con esa dotación concurrirán escritores muy buenos.
- No mejores que yo – al decir esto se señaló la sien-. Tengo aquí la novela más original que ha parido escritor desde el Quijote.
- ¡Hostias!
- Pronto estará lista. Demostraré, primero al imbécil de mi padre y después al mundo entero, de qué es capaz Enrique Mezquita.
Continuará…
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