En esa época en que no existían las grandes tiendas, la gente modesta se abastecía de aquellos abalorios un poco menos necesarios que los de la alimentación, gracias a la visita periódica de los vendedores de puerta a puerta.
Recuerdo cuando mi madre recibía a estos personajes, que aparte de ofrecer sus productos, entablaban entretenidas conversaciones, que yo, pequeño pero sagaz, traducía para mi entendimiento de infante de curiosidad exacerbada. Recuerdo a una tal señora Tilo, sobrenombre que podría equivaler a Matilde, Hilda u otro epónimo, y cuya obra de mordisqueo verbal pudo deberse a una pequeña criaturita que no supo llamarla por su verdadero nombre. Esta señora ofrecía hierbas, géneros y utensilios para la cocina, mercadería que desplegaba sobre la modesta mesa de comedor. Me fascinaban esos aromas extraños pero agradables, palpaba las telas y revoloteaba como un abejorro, escuchando a medias e intruseando todo lo que estaba al alcance de mi mano.
Algunas veces aparecía un señor regordete, de cabello rojizo y ensortijado. Era de hablar enrevesado, pero mi madre le entendía y escuchaba sus simpáticas anécdotas. Al parecer, se trataba de un señor proveniente de uno de esos países balcánicos, que emigró con sus padres a probar fortuna en nuestras tierras. El asunto es que ofrecía perfumes, ropa de diversa índole y otros enseres que ahora no recuerdo. Cuando mi madre se interesaba por alguna mercadería, él sacaba una de sus tarjetas y comenzaba a escribir de derecha a izquierda, algo que me sorprendía mucho, puesto que yo había aprendido recién a trazar mis primeros vocablos y lo hacía exactamente al revés. El Gringuito, que así lo llamábamos, se iba y regresaba cada vez con su cargamento de sorpresas.
Nosotros teníamos una radio pequeña, muy básica y era el tesoro que se cuidaba con esmero, puesto que era la fuente de la máxima delectación: con ella, teníamos música, noticias, radioteatros y las voces de los locutores se nos hacían tan familiares que parecía que ya eran parte de nuestra casa. Pero, un día cualquiera, la radio ya no quiso sonar más, porque una de mis hermanas volcó un vaso de agua encima de ella. Sobrevino el silencio y el desconsuelo, nuestra distracción cotidiana, ahora yacía apagada sobre su mesita y como el hábito linda con el vicio, apegábamos nuestra oreja al muro que separaba la casa del vecino y escuchábamos con codicia, con hambre y empeño, tratando de recomponer en nuestra mente esos diálogos en sordina.
Hasta que, por arte de magia, apareció uno de esos vendedores de puerta en puerta y ofreció llevarse la radio descompuesta, una que otra prenda de vestir y algo de dinero, dejándonos a cambio un flamante aparato de marca Gianini. Con ello, nos devolvió la felicidad, los recitales de Raúl Shaw Moreno, la picardía de Hogar Dulce Hogar, los Cine en su Casa y las voces cálidas de nuestros locutores favoritos.
Años de modestas aspiraciones, tan ajenos al actual consumismo que nos embarga. Épocas de cambalache, lindas plantas a cambio de ropa usada, revistas, tablas de planchar, utensilios tan básicos y sencillos como el simple deseo de vivir y compartir nuestra humilde estirpe. Aún hoy, como fugitivos de otra era, aparecen los nietos y bisnietos de esos vendedores, para ofrecer sus simples mercaderías. Más que comerciantes de casa en casa, ellos parecen ser los pregoneros de un ayer, mensajeros de la frugalidad, románticos seres de un pasado que desapareció, engullido por el trote de los años…
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