Por primera vez en mi vida, gané un concurso. El premio consistía en un viaje con todos los gastos pagados a una lejana isla del pacífico. No importa ahora qué isla ni dónde estaba exactamente, eso es lo de menos en esta historia, sólo les diré que tuvimos que tomar tres aviones, un autocar y un barco hasta llegar, tras siete horas de travesía por el mar, a nuestro destino.
Confieso que me decepcioné un poco al llegar al puerto. La isla tenía un aspecto tranquilo, de esos parajes todavía no asaltados por el turismo de masas, así que poseía su encanto, cierto. Pero no sé por qué, quizá porque se hallaba tan lejos de mi hogar, que me esperaba un lugar más asilvestrado, con chozas o algo semejante y habitantes que podían ser o bien dueños de sonrisas beatíficas cual buen salvaje rousseniano, o bien individuos de miradas torvas, sospechosos de ser descendientes directos de los más brutales piratas que protagonizan todo buen libro de aventuras marino del siglo XIX. Pues bien, lo único que puedo decir es que me encontré con un no tan pequeño pueblo de pescadores con gentes acostumbradas a los forasteros pero que no se desvivían por ellos. Así que uno podía percibir cierta dejadez en el trato, cierta indiferencia. Por un lado eso te hacía sentir cómodo. Por otro, echaba por tierra mi tonta pretensión de sentirme explorador a la antigua usanza. Tendría que dejar mis genes colonialistas para mejor ocasión.
Como llegamos de noche, nuestro guía nos condujo a nuestro hotel, en realidad una especie de pensión de habitaciones muy sencillas, aunque limpias. Tras ducharnos bajo un finísimo chorro en una pequeña ducha, nos cambiamos de ropa y nos dirigimos a cenar. El hotel no tenía restaurante, pero al final de la misma calle se encontraba uno bastante mono, con las ventanas de madera recién barnizada haciendo esquina. En una buena mesa, se podía contemplar a través de un callejón las pocas luces que iluminaban el puerto. Y sentir la presencia del ruido del mar que, en una isla en medio de la nada, adquiría un cierto tono amenazador que a mí me producía morbo, la verdad.
Paseamos un poco por las calles adyacentes a nuestro hotel, aunque el paseo tuvo que ser breve ya que el programa de visitas a la isla incluía un madrugón al día siguiente.
-No se apuren –nos dijo el guía-, tan sólo haremos actividades mañana y pasado. El resto de los días estaré a su disposición, y ya nos pondremos de acuerdo en lo que ustedes quieren hacer y en el horario. Pero hay un par de cosas que estoy obligado mostrarles. Y, además, les encantarán los maravillosos paisajes que van a ver ustedes mañana.
Nos tranquilizó las palabras del guía, puesto que nos apetecía mucho vagabundear por la isla, yo y mi mujer, recordando nuestros primeros viajes de novios, cuando llegábamos a un pueblo con la sana intención de pasar las horas juntos, dejándolas caer como se deja caer una suave lluvia. El pueblo, los paisajes, la isla, ya nos empararán. No queríamos horarios ni prisas. Veníamos huyendo de eso.
La mañana siguiente la pasamos medio en barca bordeando la isla, medio en jeep visitando alguna montaña. Los paisajes fueron, ciertamente, maravillosos. Realizamos muchas fotos con nuestra cámara digital. Y con la cámara echando humo, el guía nos dejó en el pueblo indicándonos un buen restaurante, a donde fuimos corriendo porque el hambre apretaba. Y el pescado y el marisco eran magníficos.
Tras la comida, de buen humor por el hambre saciado y por la botella de vino vaciada, volvimos a las calles a dar un paseo, alejándonos del puerto, buscando rincones perdidos.
En una de esas callejuelas, es donde la vi.
La calle giraba en forma de ele, estando nosotros en el palo largo de la ele y la anciana al comienzo del palo corto, asomada a la puerta de su casa, como es costumbre en los pueblos. Sentada en una sillita de anea, mantenía sus manos cruzadas en el regazo y su gesto era sereno, tranquilo, de quietud. Lo que me llamó la atención fueron sus ojos.
En la distancia, parecía que se había colocado dos trozos de papeles de aluminio sobre los ojos cerrados, porque se adivinaban dos brillos metálicos. Pero, al acercarnos, pudimos ver que no era papel. Eran dos peces redondos, tan redondos que apenas se adivinaban la cabeza y la cola trasera, hasta el punto que asemejaban a dos monedas de plata. Lo primero que hice fue fotografiarla. Después, nos miramos mi mujer y yo, a ambos nos comía la curiosidad, pero ninguno se atrevió a preguntarle nada a la anciana, por si acaso estaba dormida y la molestábamos con nuestro fisgoneo de turistas. Pasamos a su lado casi de puntillas y nos alejamos de allí sin decirle nada.
A la mañana siguiente, nada más ver a nuestro guía, le preguntamos por la vieja de los peces. Con gesto incrédulo resolvió nuestra pregunta con un “será remedio de viejas” , dicho en un tono que denotaba que ni sabía exactamente por qué, ni tampoco le importaba mucho. Pero mientras realizábamos el viaje en una barca hacia la playa donde se supone que habitó un famoso náufrago hace siglos, se me ocurrió preguntarle qué tipo de pez era aquel, tan pequeño y redondo. Y la suave simpatía demostrada por nuestro guía se tornó en frialdad cuando respondió con un seco “ni idea”, tras lo cual se mantuvo en silencio hasta llegar a la playa.
Mi mujer, con más conocimientos que yo sobre los usos y costumbres de ciertos pueblos indígenas del continente, apuntó como hipótesis que pudiera ser que esos peces tuvieran una sustancia psicotrópica en la piel. “¿Quieres decir que esa vieja se estaba colocando?”, y ambos nos reímos de buena gana mientras paseábamos por el bosquecillo cercano a la playa. No es que fuera un asunto importante, cierto, pero la curiosidad me comía cada vez más...
Ese día llegamos al puerto a punto de anochecer, así que nos quedamos por allí, sentados en un banco cercano, para contemplar cómo se despedía el sol en aquella isla en un día que había sido claro, despejado de nubes. Abrazados y haciéndonos carantoñas, me espanté ligeramente cuando me descubrí pensando en la vieja. Lo tenía todo para ser feliz: la suave brisa, el olor del salitre, el ruido del mar, un frescor penetrante que haría que el entrar en el restaurante fuera placentero, el calor de mi mujer, su sonrisa tranquila y el tacto de su piel cerca de mí. Además, el sol se ponía con parsimonia, presuntuoso como un pavo real. Así que... ¿qué hacía yo pensando, precisamente ahora, en la vieja? Nada, nada, mañana mismo, tras el desayuno, salimos a buscarla. Me conozco, y cuando se me mete un interrogante en la cabeza, no paro hasta encontrar una respuesta, o al menos un indicio de ella. Pero esta noche no, esta noche –pensé mirando a mi compañera- es para nosotros.
Durante el desayuno tardío, le comenté a mi esposa lo de buscar a la anciana y preguntarle el por qué de esos peces sobre los ojos. Ella me miró medio somnolienta, medio divertida, puesto que ya me conocía lo suficiente para saber de mis manías. Así que volvimos sobre nuestros pasos de hacía dos días buscando aquella callejuela en forma de ele donde vimos a la vieja.
Pero, claro, ya expliqué nuestra afición al vagabundeo. Y cuando se dedica uno a pasear sin intención alguna, es difícil después recordar el camino tomado. Así que pasaron varias horas y seguíamos sin encontrar la calle.
-Pedro, cariño, me duelen los pies... ¿Qué tal si seguimos luego? Tenemos la tarde, y aún nos quedan varios días aquí...
Yo empezaba a estar nervioso, inquieto. Me daba rabia no encontrar una callecita de nada cuando la habíamos visto hace tan solo dos días. Y también me dolían los pies, y la frente se me perlaba de sudor por la humedad, y empezaba a tener hambre...
-Mira, vamos a dar la vuelta por aquella calle, ¿recuerdas? Esa que torcimos a la izquierda... Creo que tendríamos que torcer a la derecha, ya verás como está cerca, ¡si tiene que estar cerca! Miramos allí y, si no, nos vamos a comer, ¿vale?
Con un gesto de fastidio mi mujer aceptó. Giramos por esa calle pero... no, no era esa. Seguíamos sin encontrar a la anciana.
Aunque disimulé todo lo que pude, llegué a la comida nervioso y pensando en la dichosa vieja. Pero la abundante comida, el generoso vino, y el licor al que nos invitó el matrimonio dueño del restaurante, hizo que mi ánimo se recobrase y que la sobremesa se alargara más de lo previsto, hablando sin parar, riendo a gusto y emanando simpatía hasta el punto de que los propietarios acabaron por sentarse un rato con nosotros tras marcharse los últimos clientes del mediodía. Era la primera vez que manteníamos una conversación amistosa con alguien desde que iniciamos el viaje, así que la disfrutamos de lo lindo. Nos comentaron su llegada a la isla hace tan sólo unos años, cuando la dueña del local, tía del propietario, falleció. Nos confesaron que vinieron con la idea de venderlo cuanto antes, pero que el embrujo de la isla les empujó a quedarse y, si bien no se gana mucho dinero, están contentos con la tranquila vida que llevan. Durante unos instantes sentí cierta envidia de ellos, porque a mí también me gustaría en un futuro asentarme en un lugar así, un sitio con vida propia, hermoso de ver y alejado del mundanal ruido.
Tras un buen rato de charla, salimos mi mujer y yo a pasear, a que nos diera el aire y, por qué no decirlo, a buscar algún escondite donde pasar un ratito en la intimidad. Acabamos en una pequeña cala, sentados en la arena al refugio de unas rocas, donde nadie nos vería. Y enredados en nuestros arrumacos estábamos cuando nos sorprendió un pescador que usaba la cala como embarcadero. A nosotros nos dio la risa tonta, como adolescentes pillados in fraganti. Y el pescador, cuando por fin se percató de nuestra presencia, dibujó una sonrisa cómplice guiñándonos un ojo.
Pero cuando lo vi descargar el resultado de su pesca, algo se encendió dentro de mí. Sin preámbulos, le pregunté por el pez que había visto sobre los ojos de la anciana, describiéndolo con detalle. Ante su gesto de extrañeza, le aclaré lo acontecido durante el día anterior, preguntándole por qué, por qué tenía esa mujer los peces sobre los párpados. El pescador se limitó a responder con sequedad “será remedio de viejas”, tras lo cual recogió su carga y se marchó rápidamente, sin mirarnos ni decirnos nada.
-¿No te parece extraño? ¿Por qué tanto secreto con esa vieja? –pregunté yo a mi mujer.
-¡Ay!, ¿no te parece extraño tanto interés por tu parte? No sé... quizá esa anciana es una mujer senil, que no está bien de la cabeza, y a los del pueblo les fastidia que venga un turista a preguntar por ella, como si fuera una atracción de feria. ¿Has pensado en esa posibilidad? –me contestó mi esposa.
Avergonzado, me ruboricé. Tenía razón, podía ser eso perfectamente. Sacudí la cabeza como quien la tiene llena de polvo, con la idea de olvidarme de una vez de mi tonto capricho de turista occidental, que espera misterios donde solo hay vida privada que merece seguir siendo ajena.
Como hacía frío, nos levantamos para regresar al pueblo. Cuando llevábamos un par de pasos, vi en la arena algo que relucía a la luz de la recién llegada luna. Me agaché con la idea de recogerlo, pero antes de que me diera cuenta, sentí que alguien gritaba:
-¡Déjelo! ¡No lo coja! ¡Es mío!
Me incorporé sorprendido y vi al pescador que se dirigía corriendo hacia donde estábamos. Recogió aquello que brillaba, se lo metió rápidamente en el bolsillo y se volvió a marchar, envuelto en un silencio tenso.
-¡Vaya! Debía ser algo de valor que se dejó aquí, ¡qué prisas! ¿Pudiste ver qué era? Parecía una moneda o algo así.
-Sí, lo vi –contesté yo-. No era una moneda. Era un pez, uno de esos peces de la vieja.
Buscamos refugio en una de las tabernas del pueblo. Allí nos pedimos un par de bebidas que nos calentaran el cuerpo y comentamos lo que acabábamos de ver.
-Si te has dado cuenta, la vieja de los peces ha pasado a un segundo plano y el misterio se ha trasladado a esos peces –comenté.
-Al final voy a tener razón, y lo que dije en broma, que ese pez tiene una sustancia psicotrópica, va a ser cierto, ¿qué otra cosa, si no?
Hablábamos casi cuchicheando, temiendo que los vecinos de la mesa de al lado nos oyeran. Nos sentíamos descubridores de un secreto, como si estuviéramos protagonizando una novela de intriga. Lo curioso es que, lejos de estar nerviosos, la situación nos parecía excitante. Al fin y al cabo, ¿qué más daba? ¿Qué importancia tenía si en la isla usaban una droga que se extrajera de un pez determinado? Pues como multitud de pueblos, nada bajo el sol. Eso sí, ¡menuda anécdota podríamos explicar a nuestros amigos tras el viaje!
Al final decidimos volver a pasear a la mañana siguiente durante un rato para ver si encontrábamos la vieja. Confiábamos en que a lo mejor ella quisiera explicarnos lo de ese pez sin tanto recelo. Quizá no, porque a veces los ancianos son los más fieles celadores de las costumbres. Pero en todo caso no nos íbamos a preocupar más. Pasara lo que pasara, después nos íbamos de pícnic a una montaña cercana, que habían demasiados parajes hermosos como para no disfrutarlos.
Con nuestros planes sobre la cabeza, y tras haber picado algo, decidimos irnos al hotel a aprovechar nuestro buen humor en la intimidad de nuestra habitación. La noche se había presentado muy fresquita y apetecía el calorcito de nuestro cariño. Entre risas apagadas, entramos en nuestra habitación.
Pero nuestro cariño tuvo que esperar turno porque descubrimos con estupor que nos habían robado.
El oficial de policía se presentó con una tranquilidad que nos sacaba de quicio.
-No se preocupen, si les han robado algo, será fácil encontrarlo. Estamos en una isla a muchas horas de tierra. ¿Dónde puede esconderse un ladrón aquí?
No es que nos consolara la pasividad del oficial, pero tuvimos que admitir que tenía razón.
-Está bien, díganme qué les han robado.
-Bueno, en realidad no lo sabemos bien, nos encontramos todo revuelto y, claro, pensamos que nos han robado, ¿qué si no? Cariño, ¿falta algo de dinero? –le pregunté a mi mujer mientras miraba en el bolsillo secreto de mi maleta, donde escondía unos cuantos billetes.
-A mí no me falta nada de dinero, ¿y a ti?
-No, a mí tampoco –admití.
-¿Tienen sus pasaportes? ¿Sus papeles? –inquirió el policía.
Ambos cabeceamos diciendo que sí, nuestros pasaportes así como mi carnet de conducir estaban intactos.
-Veamos... –dijo el policía apuntando en su libreta-, no les falta dinero, ni pasaportes... mmmm... ¿joyas?
-No, no llevamos joyas.
-Está bien... ¿algún objeto de valor?
-Pues mire, la verdad... –comencé a explicar yo-, lo que se dice objetos de valor no es que...
-¡La cámara! –exclamó mi esposa.
Nos giramos ambos hacia ella. Tenía los ojos abiertos como platos.
-¡La cámara de fotos! ¡No está!
El policía apuntó meticulosamente en su libreta asomando la punta de la lengua entre los labios. Mi mujer me tiró de la manga acercándome bruscamente a ella. Entre susurros excitados me dijo:
-¿No te das cuenta? ¡La foto de la vieja!
Tras anotar el modelo, marca y precio de la cámara, el policía abandonó el hotel prometiendo no muy convencido que haría todo lo posible por averiguar quién nos robó la cámara. Nosotros ya sabíamos que no aparecería, porque era obvio que, quien fuera, lo único que le interesaba era hacerla desaparecer, la cámara con su memoria, con sus fotos, con la foto. Y, por Dios, que hacer desaparecer una pequeña cámara digital debe ser lo más fácil del mundo: ¡estábamos en una isla! Quien sea, tiene todo un océano para esconderla para siempre.
A la mañana siguiente, caminamos hacia el restaurante bastante temprano, dispuestos a desayunar con hambre, ya que apenas cenamos, y a aprovechar la mañana.
-¿Sigues con la idea de buscar a la vieja? –me preguntó mi mujer.
-Es que ahora es ya por pura tozudez, casi por dignidad, ¿entiendes? –respondí yo- Me parece una tontería todo esto de esconder lo de ese pez, y lo de robarnos la cámara, es exagerado. ¿Qué de ese pez se extrae una droga? ¡Pues que la extraigan! Entiendo que no lo vayan clamando a los cuatro vientos, pero tampoco es para esto, joder. Me gustaría averiguarlo tan sólo para demostrar a los de esta isla que no pasa nada, que nadie les va a quitar nada, porque... ¿no crees que están demasiado a la defensiva?
Mi mujer asintió.
-Ten en cuenta que esto es una isla, y un tanto alejada del mundo. Supongo que no pueden evitar ver al forastero con cierto recelo, ¿no crees?
-Sí, supongo que tienes razón –asentí-. Pero ya que nos han fastidiado 300 euros, al menos saber por qué.
-Está bien, cariño –dijo asiéndose a mi brazo-, primero desayunamos y después damos una vuelta. Pero recuerda que después nos vamos de pícnic, tanto si encontramos a la vieja como si no, ¿vale? Que esto no nos amargue el viaje.
Sonreí y le besé en la mejilla.
Dando cuenta de nuestro desayuno, se nos sentó durante un momento el dueño del restaurante.
-Por lo visto, ayer les robaron en el hotel.
-Por lo visto las noticias vuela aquí –contesté yo guiñando un ojo.
Sin cambiar su semblante, continuó:
-Bue... esto no deja de ser un pueblo. Y... ¿se llevaron muchas cosas?
-Tan sólo nuestra cámara de fotos digital –respondió mi mujer.
Su expresión sí que se modificó ahora, frunciendo el ceño.
-¿Sólo la cámara...? –se quedó unos instantes pensativo- ¿Qué tipo de fotos hicieron ustedes aquí?
Nos sorprendió la pregunta, porque... ¿qué fotos puede hacer un turista? Así que lo solté:
-Fotografiamos a una vieja que tenía dos peces en sus ojos. El resto eran las imágenes típicas de todo turista.
El dueño dio un pequeño respingo sobre su silla. Abandonó súbitamente su expresión pensativa por una más indefinida, más cercana a la perplejidad.
-¿Sabría usted por qué nadie quiere respondernos qué ocurre con esa anciana? ¿Qué es lo que pasa con esos peces? A nosotros nos llamó la atención y ya está, tan sólo queríamos saber por qué esa anciana hacía eso. Y, francamente, nos da igual si en esta isla usan esos peces para sustraer algún tipo de droga, tan sólo era mera curiosidad, no creo que fuera necesario que nos robaran una cámara de 300 euros, ¿entiende?
Quizá mi tono de voz fue un poco seco, pero es que me estaba hartando de tanto misterio. El propietario se me quedó mirando con expresión de asombro.
-¿Drogas...? ¡Ja, ja ja ja! ¡Por favor! ¿En serio cree usted eso? ¡Ja, ja, ja! A ver, cuénteme, ¿cómo llegó a esa conclusión?
Colorado como un tomate, le relaté todo los que nos había pasado a raíz de ver a la vieja, hasta el robo de nuestra cámara. Dejó de reír y admitió que podría ser cierto, que quizá nos robaran la cámara por la foto de la anciana, aunque aclaró que también podría ser algún pequeño delincuente, que tampoco allí se libraban de hurtos y de actos delictivos.
-Pero, mire, le explicaré una cosa –continuó-. ¿Recuerda que les comenté el encanto de esta isla? –ambos asentimos- Pues bien, ese encanto no se refiere sólo al paisaje, sino también a otra cosa... –guardó un silencio como buscando las palabras más adecuadas- El hecho es que aquí, los habitantes de esta isla, no dejan de sentirse náufragos. Son todos, en cierta manera, herederos de aquel famoso naufrago que descubrió esta isla. Y, aunque hoy en día ya no es una isla desconocida, está lo suficientemente lejos del continente –tierra firme, como dicen aquí- como para sentirse un tanto al margen de todo. Y lo suficientemente cerca como para no desear que nos rescaten. Todos sabemos que en tierra firme tendríamos más posibilidades, pero también sabemos que aquí nadie morirá nunca de hambre, ni le faltará lo imprescindible para vivir. Somos, de alguna manera, náufragos voluntarios, que, por distintos motivos, dejamos hace mucho tiempo de lanzar botellas al agua para dedicarnos a vivir en un territorio que no deja de recordarte todos los días que, de alguna manera, somos provisionales. Es como vivir en una estación de paso. Ése de ahí –e hizo un silencio para que escucháramos el mar- nos avisa todo el tiempo que esto en realidad es suyo. Nosotros lo aceptamos y convivimos con ello, porque nos hace sentir vivos. Por eso este sitio no acaba de ser turístico. Y aunque los turistas son bien recibidos por el dinero que traen, tampoco queremos perder nuestra isla. No queremos que nos rescaten, ¿entienden?
Afirmé cabeceando, aunque no pude evitar preguntar:
-Bien, bien, pero... ¿qué tiene que ver esto con la vieja y los peces?
Me sonrió lacónico.
-¿Quiere saber si tengo una explicación para ese tema de los peces?
-Eh, bueno... sí, claro...
-Pues no la tengo. No tengo ni la más remota idea de por qué ni de qué propiedades tiene ese pez. ¿Acaso se le ocurriría preguntarme sobre mi vida privada? ¿Le parecería correcto si yo hiciera lo propio con ustedes? ¿Verdad que no?
La voz de la mujer se oyó desde la cocina reclamándole.
-¡Ya voy, cariño! Disculpen, ¡el trabajo me llama! Disfruten de su desayuno y de la isla. ¡Espero verlos luego! –tras lo cual se marchó hacia el almacén del restaurante.
Nos quedamos unos momentos pensativos en lo que nos había comentado el propietario. Una vez fuera, paseando lentamente por las calles, recuperamos la conversación. Pregunté a mi mujer:
-¿Qué te parece lo que nos ha dicho?
-¿Qué te parece a ti?
-Que nos ha dado una lección.
Ella sonrió asintiendo.
-Pues eso mismo pienso yo, cielo.
Y nos dirigimos hacia un supermercado a comprar los alimentos para el pícnic planeado. El sol lucía suave y las nubes no vaticinaban tormenta. Y el mar seguía sonando, ronroneado como una fiera tranquila, confiada y dueña de sí misma.
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