Ese día habían comenzado a demoler la vieja casa de Don Antonio, un antiguo vecino del barrio al que todos aquellos que lo conocieron respetaban por su bonhomía, por su historia y esas palabras de amor que siempre tenía para con aquellos que se le acercaban, sobre todos los niños y jóvenes.
Don Antonio había muerto hacía exactamente dos meses antes, y según decían sus hijos, el motivo habría sido el no haber podido superar el fallecimiento de su esposa que se había producido el 14 de febrero, justo el día en que cumplían sus Bodas de Diamante (65 años). Todo aquel que conocía a Don Antonio, también conocía a quien había sido su eterna compañera, Doña Josefina. Una anciana menuda, de voz suave y pausada que siempre andaba tomada del brazo de su esposo y no dejaba de prestar atención a todas las conversaciones que él tenía con los vecinos. Siempre en sus labios, parecía dibujada una sonrisa, en fin, se mostraban a todos tal como eran, una pareja de enamorados.
La demolición se producía porque los hijos de Antonio y Josefina habían tenido que vender la propiedad para de algún modo reponerse de los gastos en que habían incurrido para que los últimos años de sus padres fuesen sin sobresaltos económicos. La magra jubilación que percibían no les alcanzaba de no ser por la ayuda que brindaban sus hijos, y ellos jamás les hicieron saber que esa ayuda estaba originada en créditos que habían gestionado con ese único fin.
La maquinaria comenzó a voltear las paredes de la casa. Alberto, el mayor de los nietos de Josefina y Antonio que vivía a unos metros del lugar, se acercó atraído por los ruidos. Ante la primera embestida de la pala mecánica, rodaron lentamente algunas lágrimas por su rostro. La imagen era muy fuerte, pero se quedó mirando hasta que al atardecer los obreros se retiraron para continuar con las tareas al día siguiente.
En la seguridad que no había quedado nadie se subió a la pila de escombros y orientado por los colores de las paredes se detuvo en el sector que debía haber sido la habitación de los abuelos.
Grande fue su sorpresa cuando entre ladrillos y maderas que formaban parte del revestimiento del dormitorio encontró una antigua caja de metal cerrada con candado. Con cuidado la levantó y la limpió en su pantalón. Evidentemente, esa caja habría sido de ellos, de Antonio y Josefina, y al sentirla como propia, decidió llevársela.
Ya en su casa, buscó unas herramientas adecuadas y la abrió, en su interior había una diminuta cajita de cartón que contenía un reseco trébol de cuatro hojas, envuelto en pequeño trozo de papel en el que aún podía leerse: “Este trébol de la suerte que hemos encontrado hoy, día en que nos juramos amor eterno, será testigo de nuestra felicidad y de la de nuestra descendencia. Josefina y Antonio. 14 de febrero de 1944”
Alberto, atesoró el recuerdo entre sus manos un instante, alzó la vista al cielo agradeció a sus abuelos en silencio y lo guardó nuevamente en la caja metálica. Esa noche Alberto durmió feliz.