No quiso concederle tregua alguna, y bajó las ilusiones al fondo del vagón, donde ella hubiera tenido que agacharse para recogerlas, no lo haría, estaba seguro, estaban seguras allí. Ella le miró, con alguna extraña mezcla entre ilusión pretendida e inseguridad desbordada, que le rozó, amenazando con desmontar su seguridad, su fortaleza de naipes desvencijada, pero no podía consentirlo, y no lo haría. Conocía esa mirada, como hubiera reconocido una madre a su hijo con las manos llenas de chocolate, y la cara llena de churretes. La conocía porque había aprendido a diseccionar su interior con la precisión de un bisturí. ¿Era por ella o por él que se iba? Apenas lo recordaba ya, lo único importante parecía salir de allí, salir corriendo, escapar, pero no huir. Huir jamás, demasiadas veces había huido ya de los gusanos que se alimentaban de sus miedos y crecían por dentro. Demasiadas veces salió en estampida, tratando de ser más rápido que los recuerdos, pero las condenas por sus pecados le habían perseguido más allá de los sueños, llevando el desvelo a cada resquicio de calma tan arduamente lograda. Así que se acabó. Tenía que enfrentarse a sí mismo, y por algún motivo que aún no comprendía del todo bien, sería porque en su interior solo había un remolino de memorias, anhelos y fantasmas, los pasados, y los que estaban por llegar, aquello pasaba por poner un punto y final a aquel laberíntico tira y afloja en el que hacía mucho que no se sentía mas él que la mujer que tenía enfrente.
Se paró, la miró de nuevo. De arriba abajo era perfecta, su cuerpo tan amado y tan familiar no perdió nunca la capacidad de admirarle cada vez que asomaba bajo las ropas, entre las sabanas, bajo la ducha, en la batalla. Recordó, vagamente, y sin pretenderlo, esas noches sin tregua, esas guerras repletas de batallas. Recordó, sin querer, como suele ocurrir, cuantas veces había sentido la calma con su cuerpo como colchón y sabana, cuando su mundo acababa en los confines de un somier, y por toda atmosfera tenía su edredón. No quiso, pero recordó. Al coger aire para respirar se dio cuenta de que de todo eso hacia eones, y quizás ni siquiera eran ellos, quizás fueron otros, no podía haberse tratado de ellos, de él, que escondía sus ilusiones para que ella no las encontrara, de ella, que jamás se hubiera agachado a recogerlas.
Entre todo el humo que salía de su cabeza reapareció su imagen clara para abrirse paso entre sus ensoñaciones, cogió su mano, y él supo que era su modo de suplicarle que se quedara, en el fondo, ella, que nunca había entendido nada, sabía lo que estaba ocurriendo, él ya no estaba allí, pero no había tenido el valor de decírselo, simplemente no estaba en aquel vagón con ella, y ella no lo sabía, quizás había empezado a intuirlo, pero no lo sabía. Que cruel puede ser la cobardía de un hombre –pensó. Entonces ella murmuró algo, quizás gritó, él no podía saberlo, hacia días que no estaba allí. Su voz le llegaba como en olas, cálidas y acompasadas olas que le mecían en la tranquilidad del que se duerme delante del mar. Su voz, su voz. Tan familiar y tan ajena, como ella, como él mismo.
El tren llegó a su parada –recordó, solo quien escribe sabrá por qué, que un día pensó “que paren el mundo, que yo me bajo”- y se detuvo. Como el transcurso de los minutos, o su vida. Ella rompió a llorar, y, entonces, ocurrió. El castillo se derrumbó, los cochambrosos naipes cedieron a los recuerdos, a sus lágrimas que le ahogaban como si no supiera nadar sobre ellas. Ella lloró, como suele hacer, porque es frágil, es débil, y le necesita, porque es como un bebe en la selva, y su única posibilidad para salvarse es llorar, llorar y esperar que la protejan. Lloró, él lo sabía bien, conocía sus rincones, porque tenía miedo, y porque le amaba. Ella no sentía esa ansiedad que a él le corroía, ese miedo que le perseguía en sueños y le recordaba que cuando muriera tendría que conformarse con su colección de recuerdos. Y él los desempolvaría, los cuidaría, los admiraría, pero serían tan pocos, oh, dios, había vivido tan poco… lo tenía pensado, no eran recuerdos ambiciosos los que quería acicalar antes de morir. No. Eran recuerdos pequeñitos que le habrían hecho sentir que había exprimido cada prisma de realidad. Pero nada de eso importaba ya, porque ella estaba llorando. Y él tenía la culpa. Hubiera deseado no ser él, no ansiar aquellas cosas, y haber sido cuanto ella hubiera deseado, le hubiera regalado sus recuerdos para evitar que ambos se ahogaran en tristezas. “No te preocupes, mi vida, todo está bien. Volvamos a casa.”- le susurró.
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