LA ESPERA
-Dijo que vendría- la mirada del hombre se perdía entre la muchedumbre que presurosa avanzaba por el Terminal aéreo en dirección a las salas de espera. A través de los ventanales se divisaba la pertinaz llovizna que caía en el brumoso atardecer bogotano. Un enorme pájaro de acero correteó por una de las pistas aledañas al puente hasta detenerse justo frente a la sala de espera donde se encontraban; la sala número tres del muelle internacional. Aircanada leyó sobre el fuselaje. Ese es nuestro vuelo. Pensó sintiendo el corazón en la boca y que con cada latido acelerado se le iba estallar.
Lo acompañaba un hombre de edad avanzada, de cabeza poblada de blancos cabellos. Un intelectual, pensó cuando lo conoció hacía más o menos una hora, mientras hacían fila esperando los controles policiales. El intelectual tenía una charla amena y esto le ayudaba a paliar la ansiedad de la espera. Sus miradas repetitivas hacia la puerta lo delataban, esperaba a alguien que tal vez no llegaría.
-¿Es bonita?- preguntó el intelectual. El joven lo miró como si no entendiera la pregunta. La voz suave de su interlocutor volvió a preguntar - ¿Es bonita?-
-¿Quién?-
- Ella, la mujer que esperas-
– Si, es muy bonita- El joven respondió con un susurro bajando la mirada. Después un profundo silencio se hizo entre ellos, como si el tema de conversación se hubiera agotado. La mirada ansiosa del joven, se dirigió por enésima vez hacia la entrada del módulo. Por un momento su rostro se iluminó de alegría, una mujer joven de mediana estatura, irrumpió presurosa en el recinto. El intelectual siguió la mirada del otro hasta descubrir la razón de su atención.
Realmente es bonita. Pensó para sus adentros el intelectual, es un joven afortunado. Cuando tornó a mirarlo leyó en sus ojos el desencanto y concluyó que era la mujer equivocada.
Una joven vestida con un uniforme azul los hizo pasar a la sala de abordaje, una vez allí se instalaron en sillas contiguas. El joven se dio a la tarea de encontrar un lugar desde donde se pudiera divisar la entrada. La mujer del uniforme se les acercó y les ofreció café. La sala de espera estaba atiborrada de pasajeros que para disimular su ansiedad hablaban formando pequeños corrillos. Casi en todos los grupos el tema de conversación eran sus pasados viajes al exterior y sus experiencias en los vuelos
-Sin azúcar-. Pidió el intelectual. Por un instante todos los pasajeros se quedaron en silencio. El joven sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una fotografía que le extendió a su interlocutor.
- Es ella. Dijo que vendría. Que se iría conmigo- afirmó mientras su mirada permanecía expectante sobre la entrada.
La mujer de la fotografía era joven, su rostro de delicadas facciones revelaban unos veinticinco años, de labios delgados y finos y cabellera profusa, de un negro casi brillante contrastaba con la tez ebúrnea de sus mejillas y cuello. Unos ojos negros de mirada penetrante, enmarcados por unas pobladas y retas cejas, cuidadosamente delineadas, eran lo más resaltante del delicado rostro. El profundo escote de su vestido, terminaba en un hondo valle, desde donde se elevaban túrgidos y desafiantes un par de senos, que se adivinaban tan blancos como dos copos de algodón. Siguiendo los delicados trazos del cuello y las perfectas líneas del busto, dibujó mentalmente la silueta de la mujer. Sin duda su cuerpo era esbelto, de cintura estrecha y caderas pronunciadas, según las proporciones de los hombros y los antebrazos, esa mujer tenía unas largas y bien torneados piernas, el talle propio de una mujer bonita.
El intelectual miró el reloj, eran las seis menos diez. La mujer tenía exactamente diez minutos para entrar por la puerta y abordar el avión. La ansiedad hacia presa del joven y por un momento sintió lástima por aquel raro espécimen masculino que aún creía que la mujer de su vida llegaría.
-¿Dijiste que tiene esposo?-
-Si. Pero me prometió que se iría conmigo, dejándolo todo-.
-¿E hijos?-
- Si. Dos pequeñas niñas las cuales no puede llevar por que necesita la autorización del padre.-
No llegará. Apostó mentalmente. Lo dejará esperando. Faltaban ocho minutos y los controles de aduana eran intensos, ya no alcanzará el vuelo. Quiso expresarlo en voz alta, pero para no destruir las ilusiones del joven guardó silencio. Este se frotaba las manos con nerviosismo. En un intento de controlarse se puso de pie dejando escapar un profundo suspiro. Luego por enésima vez, dirigió la mirada hacia el reloj ubicado en la pared de enfrente, miró por un segundo el aparato, después la desvió hacia a la puerta de entrada.
-Dijo que vendría, que me alcanzaría aquí en el aeropuerto.- susurró como si quisiese convencerse a si mismo.
No vendrá. Volvió repetir para si el intelectual. Yo también en un lejano y olvidado puerto, alguna vez en mi vida esperé a alguien que prometió dejarlo todo e irse conmigo. Decía que me amaba y que por mi amor haría todo lo posible y hasta lo imposible, sin embargo me dejó esperándola durante dos insufribles y eternas noches, acompañado solo por el sonido de las olas al golpear el pequeño casco de la embarcación y el rugido del mar al azotar con violencia un cercano acantilado. Esa primera noche no llegó. Esperé ansioso ver dibujarse su silueta bajo los rayos de la luna llena, avanzando hacia mí por el estrecho sendero que llevaba hasta ese recóndito puerto de antiguos piratas y modernos contrabandistas. En altas horas de la madrugada creí que mi espera había terminado, un par de sombras se acercaban por el sendero. Pensé que ella había sentido miedo de aventurarse sola y le había pedido a alguien que la acompañara. Mi desilusión fue grande cuando vi que las dos figuras, iluminadas por los pálidos rayos de la luna que rielaban sobre las olas, pasaron de largo en dirección a la rada vecina. Amaneció y me dije que tal vez llegaría a la noche siguiente, así que regresé muriendo la tarde y la esperé. Todo fue inútil, ella no llegó. Nuestro viaje a una isla lejana se frustró para siempre. Mucho tiempo después me enteré por una de mis hermanas que se había arrepentido. Llorando le confesó que no pudo abandonar a su esposo y a sus hijos.
Sus recuerdos fueron interrumpidos por una pareja de americanos que entró y se sentó junto a ellos. El intelectual escuchó que el hombre le decía a la mujer.
-Pensé que no vendrías.-
-Se me hizo tarde y creí que no alcanzaría el vuelo.- Respondió ella como excusándose por su tardanza. Después se fundieron en un fuerte abrazo y un prolongado y apasionado beso. El joven los miró y una nube de tristeza se posó en sus ojos grises. Su rostro de piel morena lucía crispado por la angustia. El tic-tac del reloj de pared continuaba inexorable, inclemente. El intelectual podía adivinar que cada salto de la manecilla era un martillazo en la cabeza del joven. Cada segundo que pasaba era una prolongación de la agonía que estaba viviendo.
La penumbra de la noche comenzaba a dibujarse sobre las montañas que a lo lejos se divisaban a través de los ventanales. Las luces de los reflectores de las pistas empezaron a encenderse, la simbiosis entre la luz del moribundo día y las de los potentes reflectores creó una nueva gama de rayos luminosos. La llovizna continuaba cayendo y la temperatura descendía drásticamente. La mayoría de pasajeros conversando y riendo trabando fugaces lazos de amistad, amistades tan efímeras como la esperanza del joven. El alta voz anunció por primera vez la salida el vuelo seis cincuenta y tres con destino a Toronto, haciendo escala en Ciudad de México. Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde.
- No llegará- dijo con voz pausada el intelectual, mientras miraba por la abertura de la puerta tratando de mirar más allá del marco, como si quisiera compartir con el joven la esperanza de verla entrar. Metiendo las manos al bolsillo del pantalón, extrajo una caja de goma de mascar, destapándola le ofreció una pastilla. En la otra mano sujetaba la pequeña fotografía de la mujer, que minutos antes el joven le había entregado.
Con gesto abatido la tomó y se la llevó a la boca. Una gruesa lágrima comenzó a rodar lentamente por sobre su mejilla. El intelectual no pudo menos que sentir lástima., sin duda el amor era un espino cruel que desgarraba el corazón. Tratando de evitar que el otro lo viera llorar, miró hacia la plataforma. Los mozos encargados del equipaje terminaban de embalar las últimas maletas. Las manecillas del reloj giraban inexorablemente. ¡Que eterno es el tiempo para los que sufren!. El tiempo es un tirano cruel que no se detiene. Avanza sin piedad, destrozando todo lo que levanta la esperanza. Sus designios son irrefutables e ineludibles, cuando como juez dicta sus veredictos, estos son inapelables. El tiempo tiene la virtud de irse demasiado rápido, sin esperar que podamos corregir aquello que debe ser corregido, sin permitirnos volver atrás a recoger nuestros pasos y enderezar nuestro camino. En ese momento el joven quería poder retroceder el tiempo e ir personalmente por la mujer. Hubiera sido la mejor forma de evitar que ella no se arrepintiera.
Otros sesenta segundos que transcurrieron entre la ansiedad del uno y la expectación del otro. Los ojos nublados por el llanto del joven iban una y otra vez desde la puerta que daba a la entrada al recinto hasta la plataforma donde se encontraba el avión que lo llevaría hacia un adiós ineludible y definitivo.
- No la esperes más. Ella no vendrá- Volvió a decir el intelectual- no vale la pena que la sigas esperando. Tal vez el amor que siente por ti, no es tan grande como para dejar toda su vida y empezar una nueva- cuan duras eran las palabras del hombre para el joven. Ella le había prometido que vendría y eso era lo único importante, la única realidad que el creía. La pareja de americanos continuaban sus arrumacos indiferentes a cuanto pasaba a su alrededor. La lluvia se convirtió en un aguacero torrencial y el montacargas había terminado su tarea por lo cual se alejaba rumbo al hangar.
El viejo le entregó la fotografía, el joven la tomó y con infinita ternura la guardó en la certera, como si de un preciado tesoro se tratara.
El sonido monótono del altavoz anunció que en dos minutos deberían abordar el vuelo. El joven se resistía a creer que la mujer no vendría, guardaba la esperanza de verla atravesar corriendo la estancia y decirle que allí estaba decidida a empezar una nueva vida a su lado.
Al otro extremo de América los esperaba una vida de oportunidades, un nuevo comienzo, un nuevo amanecer.
El intelectual lo esperó por unos segundos al otro lado del quicio de la puerta, pero al ver la indecisión del joven, le dijo: -Vamos hijo. No la esperes, ¡Vamos! Un avión nos espera. Otra mujer que se irá de nuestra vida- luego dio media vuelta y se dirigió hacia el avión con paso pausado y tranquilo como el que sabe que tiene el tiempo justo para llegar a donde quiere ir.
El segundero dio una nueva y definitiva vuelta. Un funcionario del aeropuerto cerró la puerta de ingreso a la sala de abordaje, la esperanza de que la mujer abordara el avión se fue para siempre. El joven se dirigió con pasos presurosos hacia la puerta, como si quisiera evitar que el guarda de seguridad borrara toda posibilidad de ingreso para la mujer. Avanzó dos pasos y se detuvo como si temiese acercarse. El alta voz anunció nuevamente la salida. Los últimos pasajeros salieron del recinto dejándolo completamente solitario. El intelectual vio a través de la abertura de la puerta al joven que caminó dos pasos más y desconsolado colocó el antebrazo contra la pared y descargó contra él, la frente.
El joven sintió que gruesas y tibias lágrimas rodaban sobre sus mejillas, saboreo el gusto salobre de ellas y dejó que el tiempo transcurriera. Al cabo de unos segundos, la voz suave de una aeromoza le dijo quedamente: -Señor, si quiere partir debe abordar su avión. Lo estamos esperando. Con los ojos anegados en llanto, giró el rostro en dirección a la plataforma, miró con tristeza que los últimos pasajeros subían por la escalera, desapareciendo en el interior del enorme aparato.
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