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El calor en la ciudad no permite respirar con normalidad. Los adoquines están llenos de polvo y reflejan con fuerza el sol de mediodía. El bullicio de la muchedumbre parece una constante, como música de fondo molesta y ruidosa encubriendo el significado de las palabras. Se encuentra en un café relativamente céntrico, sentado en las mesas que dan a la calle, con un té helado recién servido frente a sí. La sobremesa recién comienza para algunos comensales que se animan en diversas conversaciones que no la interesan lo suficiente como para espiar. Él todavía no llega.

No logra concentrarse en nada en específico, por ahora sólo aguarda que él llegue pronto, tal como prometió. Levanta la mirada y observa entre la gente, en su búsqueda. Es verdad, suele retrasarse, pero nunca ha faltado a una cita. Es importante que llegue, porque si llega todo va a avanzar hacia una lógica previsible, una conversación entre amigos, una charla afable sobre política, o comentarios sobre la tasa de impuestos en la aduana. Algo que pueda ser llevado y abarcado sin sobresaltos, con un claro principio y un final; algo con coherencia interna y un aire finito, cerrado: una conversación que le permita saber que tiene control sobre sus palabras y sus pensamientos.

El sitio está limpio, es un lugar decente y recomendado por sus amigos; ha venido aquí ya varias veces. Por eso no entiende por qué le parece tan feo de pronto; un sitio inestable en donde el decorado de las paredes son imágenes de su propia vida, mostrándole a todos sus memorias sin privacidad o respeto. Allí está él, de niño, de adulto, soñando, despierto, humillado, fracasando, replicado mil veces en cada icono del restaurante, en cada cotilleo que asciende a sus oídos como un murmullo sordo y estrafalario; parece el bufido de un animal.

Avergonzado baja la vista, fijándose en el hielo que lentamente se funde en el vaso de té que aún no ha tocado. Ha estado consciente de ello, conteniéndose a voluntad. Ha decidido no comenzar a tomar la bebida porque al momento de hacerlo el ciclo va a haber comenzado irremisiblemente y ya no va a haber vuelta atrás. Por el reflejo del vaso observa una chica, a su lado un hombre, a su lado una mujer, y luego otra; más atrás está la calle y allí los cuerpos se distorsionan para ser un océano de carne y sudor definiéndose entre el calor y la sombra.

Más atrás está la calle, completamente iluminada por su miseria refulgente. Su miseria que alcanza para borrar toda oscuridad en el mundo, que confluye desde sí a todas las esquinas, para torcer y cubrir la ciudad completa. Su miseria brilla aún más fuerte con el sol de mediodía, reflejada en el cemento y encegueciéndole con su potencia infinita. Su miseria retumba en sus oídos como una batucada ensordecedora y aplastante, limitando evasiones o posibilidades de escape, redundando en su cabeza y segregando los pensamientos.

Coloca las manos sobre sus rodillas. Necesita calmarse y respirar profundo. Los demás no pueden saber lo que piensa, lo que es y lo que siente. Los demás deben imaginar que es un hombre tranquilo, sosegado, refinado. Un ejecutivo que espera a otro para discutir temas importantes pero llevaderos, aún cuando fuese justo lo contrario. Porque así él mismo podría engañarse y resistir el silencio atronador y la espera. Engañarse para dejar de pensar una cosa tras otra, siempre tan llenas de ridiculez y desesperación. Porque si lo analiza no sabe de dónde provienen. De dónde viene el nerviosismo que le congela los músculos; de donde viene la tensión que le bloquea los ojos; de donde viene la angustia lógica que le modela la razón y los instintos, para dejarlo clavado en la silla, prisionero de una química mezclada difusamente con sus emociones más básicas.

No sabe de donde viene ese deseo de huir del mundo, de acercarse a la tierra, precisamente como suena la frase. De pronto lo inunda la necesidad de tocar la tierra, palparla y dejar de pensar. Como si tocar la tierra fuese un ritual, o un regreso en clave a lo simple. Como si la tierra fuese un método para ralentizar los momentos y volver a un estado pseudo fundacional, pre o post humano, o sumamente humano, en el que entrar en contacto y establecer el nexo entre la incomprensión y el entendimiento de todo: la incerteza, el deterioro de su certidumbre, el frío.

Lo que sabe es lo que no tiene, lo que no abarca y lo que se escapa de sí. Sabe que él no ha llegado y que el calor aumenta en la calle, por la expresión de la gente, por los comentarios que alcanza a captar desde su enclave. Está seguro que el bullicio no ha disminuido, y que en alguna parte del mundo alguien está procreando y otra persona está muriendo. Siempre muere y procrea alguien, y decir o pensar ambos actos juntos simula ser una metáfora de algo profundo; como si la vida se redujera a los estadios de reproducción/extinción; como si todo pudiese resumirse en una dicotomía cínica e ilusoria (¿clínica e hilarante?), generada sólo para despertar simpatías entre los buscadores de oráculos.

Lo que sabe es lo que pasa por su cabeza. Sabe que está lleno de detalles y el tiempo le parece muy largo. Si bien sabe que han sido sólo unos minutos, se ve a sí mismo como un viejo a punto de morir, un hombre que ha gastado una vida entera sólo contemplando el hielo de un vaso derretirse con inevitable determinación. Sabe que por su cabeza se cruzan pequeños detalles. Frases. Escenas. En una escena está frente a un amigo, conversando, y en otra está mirándose en un espejo. En otra escena camina, camina mucho y no llega a ninguna parte; y en la siguiente llega, pero se arrepiente porque el lugar no tenía sentido alguno.

La suma de las escenas es inconexa, advenediza, desarticulada, caprichosa. Un capricho tal como los tumbos de una piedra cuando se desprende de algún cerro, y desciende sin destino, rebotando y dando saltos por sus propias fisuras y las del monte; siempre hacia abajo, girando sin predicción alguna. Porque eso también lo sabe. Sabe que es una piedra desprendida de una piedra mayor, de la acumulación de granos de arena durante mucho tiempo, erosionada finalmente para un destino final: una gran caída hacia el barranco, y el viento cortándole el viaje mientras la velocidad crece, aumentando sus giros al rozar los vórtices de su masa.

Sabe que los chasquidos rítmicos que provoca al rozar la ladera tienen una acústica detestable, pero también tranquilizadora. No se detiene en averiguar por qué piensa dos adjetivos tan diferentes. No parece interesado en vivir de otra forma que no sea antojadiza; no parece tener la suficiente motivación para pensar todavía más y prefiere parar toda la secuencia de ideas, sin mayor éxito. Nunca ha podido dejar de pensar a voluntad. Las palabras ahora se suceden aisladas, como caracterizaciones sordas de sí mismo. En su cabeza se suceden sin vínculo “detestable” y “tranquilizador” una y otra vez. Rápidamente saca una agenda desde su bolso y decide anotarlas en un trozo de papel, para ver si así puede detener la marea.

Necesita escribirlas para tener control sobre sí mismo, para evitar dejarse llevar. Mira el papel en blanco y no consigue anotar nada: cuando se trata de actuar siempre está en blanco y bloqueado. No puede evitar dejarse llevar o rodar cuesta abajo; todo es irrefrenable desde que nadie llega a reunirse con él y el tiempo se recubre de soledad y silencio por la multitud y el ruido. Aborta el intento y guarda el cuaderno y el lápiz. Cree que es dignidad el erguirse en la silla apoyando la espalda contra el respaldo y hacerle frente a la situación sin desesperarse, aceptando que la solución ya no está en sus manos, porque ni siquiera es capaz de definir el problema.

Incluso permite dejarse llevar, ya no pone resistencia alguna. Es un becerro entregado al sacrificio. No importa, porque de todas formas nadie lo sabrá nunca, esto no manchará su reputación. Ante los ojos de los demás seguirá siendo un tipo honorable, metódico, cordial, flemático. Con esa precisa sucesión de significados, tan esclarecedoramente vacíos -especialmente “flemático”-. Esas palabras que parecen haber sido inventadas simplemente para describirlo, revestidas de una definición tan concreta como inefable; porque, ¿qué es lo quiere decir en verdad un significado? Quizás es un problema suyo, o de esas palabras en especial. Pero él no es complicado. Él es simple. Responde ante los estímulos del medio como un pequeño artefacto diseñado exclusivamente para ello.

A ratos parece aclararse desde su nefasta imprecisión, y tanto la satisfacción como la insatisfacción con que gravita el presente se ven como un continuo funcional que no describe ni intenta escribir lo esencial. Se simplifica porque se actúa en función de comportamientos y no de comprensiones. Si está satisfecho disfruta el momento. Si está insatisfecho su motivo será hallar la felicidad por medio de la modificación conductual, por ensayo y error. Actuar en función de estos dos polos enfatiza los comportamientos; no es necesario pensar acerca de ellos; no es necesario que defina su miseria para encontrar su opuesto, la lógica no opera así. Porque cuando describe su miseria la hace existir, la dota de un peso aún más grande y rebalsa su cabeza y sus ideas sin dejar sitio para nada más.

El sentido de los actos puede ir en esta dirección. Si un sujeto es infeliz por una condena a la miseria económica y la inestabilidad material, encontrará sentido a su vida trabajando para buscar tales recursos, y no dejará de hacerlo hasta conseguir la felicidad o morir –morir es lo más probable-. Simultáneamente elabora una segunda conclusión: cree que la felicidad funciona como un arousal, en donde si mantiene el mismo estado durante mucho tiempo inevitablemente acabará insatisfecho. Exactamente como una droga: siempre necesitará aumentar la dosis porque su cuerpo se acostumbra al placer.

Lo verdaderamente perturbador comienza cuando no es capaz de alcanzar estos extremos oportunistas que le ciegan a la posibilidad de un sentido expedito: vivir para mantenerse o alcanzar la cima. Lo difícil resulta de no tener cima en absoluto. O que la cima se haya manifestado en toda su precariedad, no satisfaciendo ningún anhelo –y sin tener idea de qué podría satisfacerlo-. Porque nada puede ser peor que no saber qué puede hacerle feliz: no saber si debe vagar entre el reconocimiento o el dinero, entre el sexo o las experiencias limítrofes, o entre todas las cosas para ver si alguna de ellas o todas en su conjunto responden a una idea aproximada de lo que significa vivir.

Y es la ambigüedad lo que alimenta la angustia. La angustia surge como un sentimiento de incerteza máxima, ligado a la desesperanza y con ello a la imposibilidad de ver en el futuro una salida satisfactoria. La ambigüedad no le deja pensar con claridad; le invade los pensamientos y lo enturbia como una masa nauseabunda de acertijos pastosos como pantanos, confundiendo sus ideas hasta el punto de entramparlo en una relativización radical de los significados. No puede pensar y vivir. Sólo atina a quedarse estático contra el respaldo de la silla, petrificado en un tornado de frases erráticas, confundiendo ideas con sensaciones, certezas con impresiones, transformándose abruptamente en un boceto de sí mismo.

Lentamente se mueve el sol y la gente rota. El que estaba sentado a la izquierda fue reemplazado, la mujer del frente es ahora un hombre mal afeitado. Las personas sudan y buscan la sombra, pero él no transpira nada. Las personas hablan y se reúnen, ríen, beben, y sus cuerpos calientes los hacen quejarse del calor, hablar o comentar sus vidas. Él está en silencio, rígido. Su rostro es lívido, inexpresivo y pálido, parece inmune a la temperatura.

Es por su sangre. Su sangre es fría y su piel es escamosa. Sus ojos se posan fijos en alguna presa, o en la orilla del río. Es por su sangre. Su sangre es el hielo fundido con el té sin tocar, es el escarceo de la miseria con el rostro anverso de la felicidad. Es por su sangre, que lo retiene allí sin poder moverse, sin poder abrir la boca, al acecho de una gratificación utópica. Su sangre, que conquista su cuerpo y su espíritu para solidificarlos como rocas.

Su sangre que lo condena y que lo ciega, que lo deja suspendido eternamente en el mismo punto sin poder avanzar. Si al menos fuera capaz de rebelarse a ella podría salvarse. Si consigue un buen final podría optar a la misericordia del destino. Si su amigo llega quizás todavía pueda hablar. Si no pierde la esperanza de que algo cambie, justo ahora o en un par de segundos, quizás realmente tenga alguna oportunidad.

Quizás todavía puede sobrevivir la rigidez de su corazón, aguantar el manoseo de su cabeza con la demencia y salir airoso. Quizás aún es tiempo de verse a sí mismo como un ser humano digno y decente. Quizás si lo intenta, si de un solo movimiento estira el brazo y coge el vaso bebiéndoselo todo. Quizás si se levanta y agarra a patadas al mundo. Quizás si grita, si se masturba en público eyaculando en los capuchinos de las mujeres, si se corta las venas, si comienza a correr. Quizás si hace todas esas cosas, o alguna de ellas, quizás así pueda ser una persona y no un reptil reseco reptando la tierra, siseando la vida, impávido y gélido en la confusión.

Y empezar a hablar de amor.

Texto agregado el 25-05-2009, y leído por 308 visitantes. (0 votos)


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