El aprendiz vaga en distintos pensamientos prescindibles. Sesgado por la contingencia, contempla la luz del sol colándose por la ventana. Como varios, el aprendiz rehúye las responsabilidades lo más que puede. Más todavía cuando esas responsabilidades son tecnicismos vivenciales, más asociados a las rutinas aceptables que a la pasión de la sangre. El aprendiz sueña con la pasión. Incluso, en ocasiones, la vive. Cuando la vive siente que las cosas valen la pena, y no sólo son un montón de sucios eventos sucediéndose los unos a los otros, con la única coherencia que concede el sopor absoluto.

Repasa lo que acaba de pensar. Exagera. El aprendiz no se acongoja tanto por estos asuntos, debe aceptar que la forma en que vive el presente dista de cualquier otra en su pasado biográfico. Quizás lo que más le cuesta al aprendiz, como a varios, es discernir lo aceptable que puede ser su propia vida. Quizás aceptar que no hay un “enemigo” allí fuera. Que el mundo, fuera de las excepciones que provocan los juegos de poder, está en verdad en paz. Una paz nerviosa que le desequilibra los huevos, ciertamente.

Cuando el aprendiz piensa en esto no se refiere a las guerras, ni a los conflictos políticos o macroglobales. El aprendiz, en realidad, se siente intrascendente a esa escala, como lo podría estar una hormiga ante una decisión suya. Aún así, aceptando que su estabilidad es tal, no logra tranquilizarse cuando debe salir. Es como si el sol le perforara la piel, rostizándole una motivación ya mínima por ser. Es como si el aliento vital necesario para mover su cuerpo ya no estuviera ahí, y tuviese que usar un sucedáneo negligente, una razón, un acicate manipulador, alguna mentira para poder moverse.

El aprendiz prefiere quedarse en su mazmorra. Su mazmorra es un lugar acogedor. La frialdad de sus paredes escriben, sin cesar, de una soledad enriquecida en imágenes. Cuando el aprendiz está solo, más conectado al mundo se siente. Cuando se comunica con las otras personas, el aprendiz piensa que es parcial, una marioneta, un personaje adecuado a una situación, a un discurso predefinido, a un espacio concreto. Cuando debe salir, y enfrentar la luz del día, vigorosa en su furia incandescente, el aprendiz se siente prisionero.

No es capaz de definir su opuesto, de todas formas. La libertad es algo que escapa a su concepción de bestia. La libertad, cree, es a lo todo ser debería aspirar. La libertad debiese llevarle a la pasión y al avance casi ciego por un futuro cargado de vida. Un futuro encandilante, como una explosión nuclear: exterminador. Un futuro capaz de ser la sangre y la blancura que no tiene el cielo, lo que insufle nuevamente las bolsas de sus pulmones: un estallido de gracia.

Aún más perturbado, el aprendiz se aleja de la ventana. Huye hacia un rincón donde se note menos que es un ser vivo, donde poder camuflarse con mayor facilidad entre los muebles, porque los rasgos son menos definidos en las sombras, porque si sale hacia fuera y mira a lo lejos podría encontrarse a sí mismo como un monstruo deforme. Y no podría resistirlo, porque es un aprendiz y todavía no sabe cómo encarar las cosas, apenas sabe gemir ridículamente cuando la noche es oscura y no se alcanza a ver que las estrellas se alinean.

Apenas acierta a soñar con bayonetas que no disparan y desiertos infinitos; a nadar en medio de figuras de muertos disertando sus vidas; a imaginar que en su corazón circula un río que transita del mar a la montaña, trayendo de vuelta a los salmones y dejándolos vivir, portando en sus aguas, transparentes, cristalinas, el secreto o la clave que le falta para abarcarlo todo, para entender un mínimo funcionamiento del alma; para llenar de colores el rostro del cadáver, y que desde sus labios resecos crezca pasto.

18.5.09