Iluminada por el ceniciento resplandor de la última bomba atómica, saboreo el tiempo detenido en tus pupilas. Se me impone el eterno mañana del ahora y entonces ruego tu perdón de rodillas en la mugre, en los restos de historia que me embarran las manos, en la sangre de niños que mana de mis ojos. Y afuera el aire se tensa, las nubes se cargan de conceptos maltrechos y estallan de furiosa impotencia ante la impenetrable filosofía de la tierra. Tu perdón pido, entonces, a los gritos, y no sólo el tuyo, sino el del (H)ombre ya despojado de paréntesis, metáfora de dioses que rigen el destino, atroz condena del conocimiento de(s)velado.
Sublime indiferencia asfaltando los caminos a la muerte. Tantos y tantos caminos aún por recorrer. Ambos sabemos que el afuera ya perdió todo sentido cuando finalmente extendés la mano y acariciás el contorno de mi rostro. Me emancipo de la guerra, de la canónica violencia que destruye lo no hecho. Abandono todo, menos el recuerdo. Perdón por no haber sido más de lo que fui.