Bajo la lluvia mis ojos tienen ese sabor extraño durmiendo en el letargo de las cosas. Ausente de la realidad limito mis sentidos al leve recorrido de un insecto, a lo indescriptible del sonido y de las formas para internarme un poco más. Mi mente se desarma dentro de la humanidad en los segundos más tibiales, trepando la noche en delgados hilos blancos, libando el néctar de los soles o internado en lo barroso de las aguas. Con el tiempo he podido conjugar el designio de mi ser, perder lo bello y lo profuso sin despojo, gemir bañado por las llamas o desaparecer. Bajo el conjuro de mi aliento creé un infinito imaginario, como una luna velé la eternidad del mundo en un desafío irreducible, latiendo dentro y fuera de las pieles hasta caer rendido nuevamente. He comprendido la angustia de una muerte, como la ilusión de la sorpresa, jugado con la finitud del alma exhalando lo sublime, reído y disgustado dentro de mi torre de Babel y nada ha cambiado. Llorado a través de las centurias para fluir en algún otro hechizo, liberado y vuelto a encadenar, sacrificado en el altar de los mortales para perderme en sus designios, sepultado con las mentes en innegables oraciones, gritado ante el cosmos como un eco redentor que nada acalla o perdido en los rincones del hartazgo. Despierto, trasnochado, ejecutor o inmortal me he entregado cíclicamente en deidad, árbol, cuerpo, tierra, océano, para comprender lo incomprensible. He sido su Dios, poco queda ya de mí, sólo un soplo transitando el devenir de este vulnerable tiempo...
Ana Cecilia.
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