temía dejar mi vida para escribir. partí mi viaje en el desierto y luego mis dedos se fueron, deslizando, a través de las montañas de la sal.
había poco, en la mesa siempre había poco. un cuchillo sin filo y un mantel viejo. no tenía nada más que la vista hacia la arena desde mi ventana. ni siquiera huesos, salvo estos nudillos torpes que se enfilaban siempre hacia la punta de las sílabas de los libros que dejé de tener.

nada me aliviaba tanto como estar entre los pliegues de la tierra. cerrando los ojos y tratando de sentir la imagen del olvido. porque el desierto todo lo olvida, lo deja atrás, lo cubre sin prisa y sin moderación. así fue como comenzamos nuestros viajes con la mescalina, con el olvido y la sed de historias que nos hicieran cerrar los ojos para comenzar a volar. nos hundimos en las dunas de Atacama mientras el viento nos golpeaba la cara al respirar. nos quedamos sólo para ver que nuestras huellas se desdibujaban a medida que el sol se moría por las tardes. ese era nuestro trance de cuyo vértice éramos amantes. de la ansiedad y la poesía afroamericana. habíamos perdido un camino pero estábamos ganando un sueño. el sueño de ser libres, si es que existe esa terminología, y de sabernos en los caminos latinoamericanos, como en ese desierto que dibuja al hombre acabado en sí mismo buscando su consuelo en el grano fino de la arena, y así, dejamos de ver nuestra mirada desde nuestros ojos, sólo nuestro ímpetu que al final es pura introspección.

me voy al desierto. no soy nada, me voy a encontrar al desierto.