PEPE CILICIO
Historia de un muchacho formal.
Salvador Soler Campos.
Advertencia del autor.
Cuando finalicé los estudios primarios mi tutor anotó esta observación en mi boletín de calificaciones: “se pierde en lo accesorio”. Tenía razón aquel maestro. Desde niño he sentido la singular inclinación a soslayar lo principal y recrearme en lo accesorio. ¿Es un defecto?, seguramente. Todo lo que consideramos de valor se discute y decide en lo “esencial”, en lo “trascendente”, no cabe duda; pero también es aquí donde se reparten la bofetadas, se gesta el estrés y se incuba la mayoría de desórdenes mentales.
No me reprocho pues haberme instalado en el sosegado reposo de lo accesorio, donde todo es paz y cortesía. Aquí nadie sermonea, riñe o recrimina, y cualquier reconvención es suave y llevadera (siempre es menos comprometedor criticar a la guarnición que al solomillo).
Pero ¿por qué comento yo esto? Fíjense, ya me escurría por la vía de servicio. Ya sé. Sólo quería advertir al lector de esta particularidad de mi carácter, antes de que me lo reproche a la segunda página del relato.
Espero que disfrute de su lectura. Pero si no, le ruego que se ahorre críticas desaforadas. Es posible que carezca de calidad, pero me consuelo pensando cuánto me he divertido escribiéndolo, y creo que ello solo justifica la falta de rigor literario.
1
Su nombre era lo de menos, pero habrá que admitir que sus padres no se lucieron consultando el santoral; y es que queriendo ser originales cayeron en la ridiculez, y de la oferta beatífica del día vinieron a escoger la más extravagante. La preciosa niña recibió así el de María del Buen Consejo.
Durante su infancia arrastró su nombre como el caracol arrastra su casa, y de ello también habrán de dar cuenta sus padres, que no se contentaron con adornar el Registro Civil con semejante nombrajo sino que jamás recurrieron a abreviaturas o diminutivos, ni los consintieron; y nunca la llamaron simplemente María o Consejo, sino María del Buen Consejo, con todas sus letras y con la boca bien abierta, en todo momento y lugar, hasta en lo más cotidiano. No extraña así que la pobre María (seamos nosotros magnánimos) terminara por aborrecer su nombre.
En el colegio fue martirizada por los graciosos de turno, que explotaron a su gusto la mina de burla que su nombre inspiraba. De la noche a la mañana María fue rebautizada en la pila de la cuchufleta, y sólo conservó de su nombre María, pues el Buen Consejo con que sus padres la obsequiaran dejó pronto paso al Buen Conejo. Y claro está, el tránsito de María del Buen Conejo a simplemente “La Conejo” fue rápido y expeditivo, gracias a la mortificante tarea de sus compañeras del colegio de monjas donde sus padres la matricularon.
Pero donde realmente comenzaron los problemas de la muchacha fue en el instituto. Allí no conocían el origen de tan lindo remoquete, así que no tardaron en abandonarse a originales elucubraciones para finalmente atribuirlo, como no podía ser de otra manera, a lo relajado del orden moral de María, y le colgaron el cartel de putoncete del que hubo de desprenderse con resolución y mano de hierro, como muchos tuvimos ocasión de comprobar.
Sí, yo también; aunque en mi descargo debo decir que el mío era un caso singular que no guardaba relación con el del resto de crápulas que trataba a diario de calibrar la virtud de María del Buen Consejo. Yo estaba perdidamente enamorado. Confieso que quedé prendado desde el mismo instante en que la vi, lo que aconteció algún tiempo atrás, cuando la familia de María se instaló en la vivienda contigua a la mía, un pequeño apartamento que mi padre les cedió en alquiler.
La familia Conejo era humilde pero labrada en la más rancia tradición religiosa. El padre, Damián, oficial de correos destinado en Elche, se había traído de Caravaca toda la devoción de la santa cruz. Ello movió a mi padre a arrendarle esta vivienda, que permanecía vacía desde el último varapalo judicial, cuando se le enquistó un moroso que el Juzgado tardó dos años en desahuciar. Mamá Conejo, doña Primitiva, era una mujer preciosa, viva estampa de su hija con sus cincuenta y pocos bien llevados.
Con toda su buena fe trataron de transmitir a la niña los más elevados valores religiosos, y ya de muy pequeña la acostumbraron a frecuentar la iglesia, donde su padre le contaba vida, obra y lindezas de los santos: como la parrillada que hicieron con san Lorenzo, la rapadita de santa Fausta, el suplicio de san Pantaleón y cómo despacharon a san Nicolás. La niña asimiló todo con devoción, rezaba junto a su camita, de rodillas, la espalda bien erguida, juntando las blancas palmas de sus manos. “Jesusito de mi vida, eres niño como yo...” y demás musiquilla cristiana. Cuando preparaba la primera comunión María del Buen Consejo destacó en la catequesis por su aplicación, tanto que casi casi le saltan la lágrimas a don Damián cuando recibió la calurosa felicitación del sacerdote. Durante los años siguientes la niña fue espejo de todas las virtudes; los domingos saltaba de la cama para asistir a la eucaristía del Sagrado Corazón, y en el colegio y en misa, y allá donde iba o sus padres la llevaban dejaba cumplida cuenta de su fe cristiana.
Pero andando el tiempo el fervor de María del Buen Consejo se enfrió. ¿Qué pudo ocurrir? –devanaba sus sesos don Damián- ¿Cosa de los flujos vaginales? ¡Malditas hormonas! ¿Quizá las malas compañías?.
Cualquiera sabe. El detonante fue sin duda aquel estúpido cura de la parroquia de El Salvador. María llevaba dos meses sin confesar y aquello le causaba tal espanto que casi podía sentir en su cogote el aliento del mismísimo Satán. El caso es que la pobre niña, atormentada, salió un día del colegio y corrió hasta el confesionario de El Salvador; y hete aquí que por un lapsus olvidó la consabida fórmula de “Ave María Purísima...”, y permaneció callada hasta que una voz impaciente tronó en la oscuridad.
- ¡Y bien ...!
- Verá padre –dijo María con suavidad-, quiero confesarme, pero he olvidado cómo se empieza.
Ocurrió entonces algo que la niña jamás hubiera imaginado. El sacerdote escupió un “pues estúdiate el catecismo”, y tras esto abrió la puerta del confesionario y se largó con grosera desconsideración, dejándola allí con sus pecados, el más grave de lo cuales no pasaba de haberle chorizado la goma de borrar a su compañero de pupitre.
Sin embargo qué buen servicio le prestó aquel cura. Aunque María del Buen Consejo derramó alguna lágrima, su cerebro se abrió allí mismo como la caja de Pandora, y, como un mal, escapó toda la podredumbre que le habían inculcado. Una bocanada de aire fresco limpió de hollín sus pensamientos; y la negritud de sus ideas, comparable a la de aquel confesionario, se inundó de luz. Por su mente desfilaron, para abandonarla, los tétricas doctrinas que le habían inculcado: el cuento del infierno, todas las espinas y todos los clavos, los suplicios, todo se lo llevó un torrente de límpida razón.
La joven discernía con claridad: para empezar semejante imbécil, el cura del confesionario, no podía ser un pastor de almas; y si el mismísimo Dios le había llamado a tan alta misión es que también Éste necesitaba un calafateado de azotea. Además, ¿qué clase de doctrina es ésta cuyo símbolo es un tío clavado en una cruz? ¿cómo se puede santificar el dolor y la privación? Todas las verdades que su padres le inculcaron se derritieron a la luz. Todo fue eliminado de su cerebro como se elimina el archivo inútil de un ordenador. Todo se derrumbó.
Sus padres percibieron aquella mutación de su hija y buscaron el tranquilizador consejo de mi padre, que les aseguró que lo de la niña no era más que el desarreglo propio de la edad del pavo. Pero esto no convenció a Damián, y como bajo ningún concepto había de consentir que su hija se apartara un ápice de la virtud, le asignó un riguroso calendario de actividades: misa de ocho todos los días; lectura diaria del capitulito de turno de “Cortesía Juvenil”, auténtico mazo editado por la Biblioteca de Autores Cristianos; plática vespertina con don Damián; lectura de la historia de los santos; y por la noche, recogimiento y oración.
Don Damián se propuso reconducir a su hija a la vereda de la cristiana virtud, pero cuanto probó tropezó con la firme resolución de María del Buen Consejo. Nada funcionó, ni la pastelosa conversación con el sacerdote, ni las interminables sesiones de psicólogo, ni siquiera el castigo corporal (a que también la sometieron). Pobre don Damián, nadie le negará su buena intención, pero ¡qué coño! ¿acaso había su hija de vivir conforme a la regla de san Benito?
Y lo cierto es que siendo más bien formalita, sin excesos libertinos, a los ojos de su padre parecía poco menos que una vestal de Satanás. Para colmo fue entonces cuando le llegó noticia del cariñoso apodo de su hija, “la Conejo”, lo que terminó con la paciencia de don Damián y casi le cuesta la salud.
- Yo me muero, pero antes meto a ésta en un convento –le gritó a su mujer sofocado por la ira.- Pues faltaría más.
La pubertad favoreció notablemente a la Conejo que se desarrolló hermosa. Su rostro blanco y generoso irradiaba luz, o eso me parecía a mí; sus ojos, los de una gata; y sus labios, pulpa carnosa. Y qué decir de su pecho, pequeño pero firme, que ya quisiera para sí una modelo de lencería. Y si armónico era el conjunto de la cara con sus tetas, de filarmónico habríamos de calificar el trasero prieto y firme que mamá naturaleza le había regalado. Pronto se conocerá mi razón de ciencia.
Yo bebía los vientos por la Conejo. La adoraba. El caso es que su presencia se me hacía indispensable, como una droga, pero al tiempo me infundía terror. Así que evitaba yo todo contacto directo y me limitaba a seguirla con esforzado disimulo. Comenzó esto como un juego y acabó convirtiéndose en una enfermedad, la que ahora padezco; y es que aunque el lector no lo crea, pasaba yo las horas y los días siguiendo el rastro de la Conejo con frenesí de perturbado. Sin duda corresponde a la ciencia médica definir aquel padecimiento, pero de sus síntomas puedo dar fe yo mismo: temblores nerviosos, cosquilleo en el epigastrio y la consabida monomanía acechadora que me ponía todos los días sobre la pista de la Conejo.
Al principio me resultó sencillo pues frecuentábamos ambos los mismos lugares de ocio y muchos de nuestros amigos eran comunes, así que no tenía yo mayor problema en pisar por donde ella sin levantar sospecha. Pero desaparecidas con la edad aquellas apropiadas pandillas me hube de ver en situaciones tremendamente complicadas para alimentar mi inconfesable pasión. La Conejo comenzó a echarse novio aquí y allí, y los lugares que frecuentaba fueron muchos y más variados. Pero no desfallecí y continué como hasta entonces, rondándola sin desmayo, lo que no evitó que en ocasiones se percatara de mi presencia. Solía acontecer esto a razón de dos o tres veces por mes, en cafeterías, parques o cines; y para justificar mi singular omnipresencia no tenía yo preparado más que el socorrido “¡qué casualidad!” que ya empezaba a oler a cuerno quemado.
Pero mi pasión era tal que anulaba el sentido del ridículo, y no había lugar que hollara María del Buen Consejo al que no me dirigiera raudo, veloz y con ojos desencajados. Confieso que me consumí de celos cuando se echó el primer novio, y aún con el segundo y el tercero; pero pronto mi corazón se endureció como una piedra y aprendí a tolerar a los cortejadores de la Conejo como se soporta una enfermedad crónica. Para que el lector se haga una idea de la magnitud de mi desvarío bastará sólo un ejemplo: cierta noche un muchacho la recogió y la llevó en su coche hasta la playa del Tamarit, lugar donde los jóvenes de entonces nos apretábamos en los autos para el escarceo sexual de los sábados. Pues allí estaba yo, más solo que la una, estacionado justamente detrás, presenciando impertérrito, como si de sombras chinescas se tratara, el espectacular filete que se regalaron la Conejo y su amigo de turno. ¡Hasta ese punto la pasión nublaba mi razón!
Ahora, con la perspectiva que proporciona el paso de los años me doy cuenta del ridículo papel que me tocó representar; pero aún recuerdo aquella irrefrenable fuerza interior, aquel impulso que me empujaba a desatinos como éste y aún a otros mayores que silencio aquí por no hurgar más profundo en mi amor propio.
Continuará…..
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