Historia de Peluche
Cuando llegó del pueblo tenía doce años, algo de ropa y su oso de peluche. Apenas bajó del tren buscó un baño (casi se orina encima) y después compró caramelos con la plata que le robó a un gordo que venía en el vagón. De golpe se dio cuenta de que era de noche y se quedó con los pibes que cerraban puertas de taxis.
Durante cuatro años vivió así, en la calle, sabiendo lo peligrosa que era, sobre todo si sos mujer, viendo a sus amigos morirse, por culpa de la droga o la policía, aprendiendo a defenderse de los hombres que la desnudaban con la mirada.
Pese a todo, a los dieciséis, se enamoró con toda la fuerza de su alma y se entregó plenamente a ese nuevo sentimiento que la hacía feliz. Tanto lo quería, que no dudó en ir con él a un vagón abandonado, para “algo especial”. Allí, en la oscuridad, acechándola, estaban cuatro hombres como el suyo y con sus mismas intenciones. Le preguntó que pasaba, él le dijo que fuera “buena” que él la iba a cuidar y que esos tipos iban darles la plata que necesitaban para irse a vivir juntos. Si era “buena”, claro.
Su mente le dijo que saliera corriendo de ahí, pero su corazón la hizo quedarse, él la quería, iba a cuidarla, todo iba a estar bien, serian felices, aunque cuatro extraños la abrieran de piernas y le mataran el alma.
A partir de ahí, fue lo mismo cada noche, él conseguía clientes, ella los complacía, él cobraba. Ella sabía que la felicidad no debía ser así, pero cada vez que decidía escapar, se quedaba y de a poco su mente se fue perdiendo, empezaba a tener pensamientos extraños, no tenia noción de su realidad y un sentimiento, unas ganas, empezaron a invadirla. Las ganas de un hijo, un hijo de él.
Entonces, su mente recobró lucidez para planearlo todo: se fingió enferma durante un mes. “Una venérea que te pegó alguno” le dijo él cuando se enteró. No la dejó trabajar, ni la tocó. Después ella le dijo que quería pasar unos días sin clientes, como si fueran una pareja de verdad y se lo pidió tan dulce y tan dócil que él le dijo que sí. Fueron días bastante difíciles, como no tenía que cuidarla, él desaparecía y volvía borracho o drogado y le pegaba mucho, pero, finalmente, ella se embarazó, se lo dijo y él no dudó que era suyo.
Fue un gran error. Le dijo que lo abortara y como ella, por primera vez, le dijo que no, la golpeó tanto que si no hubiera logrado escaparse, la mata. Para cuando la encontró, el embarazo estaba avanzado y la convenció de volver, para cuidarlos a los dos.
El bebé nació dos meses después, un varón precioso de ojos enormes, esos mismos ojos que ella miró antes de dormirse, la primera noche en la pensión, después del hospital.
La despertó el frío y por instinto se movió para abrigar a su hijo, en ese momento se dio cuenta de que el bebé no estaba. Abrió los ojos y lo único que vió fue a él, sentado, contando mucha plata. No necesitó preguntarle nada. Sabía que había vendido a su hijo. Sin una palabra, tomó el gran cenicero de mármol de la mesa de luz y se lo estrelló en la cabeza. Una niebla roja como la sangre que salía del tajo, cubrió su mente y siguió golpeando, una y otra vez, hasta que su brazo no pudo volver a alzarse.
Los encontraron los vecinos, atraídos por el olor. Él todavía tenía la plata apretada en un puño y ella, con la mirada perdida, murmuraba una canción de cuna, con su oso de peluche apretado en el pecho.
Por eso, desde hace veinte años, en el psiquiátrico le dicen Peluche. Nunca habló, no quiere recordar siquiera su nombre. Solo acuna su oso y le canta mientras mira por la ventana a los chicos que van a la escuela.
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