“Así cantaban, y sus admirables voces llenaban mi corazón del deseo de escucharlas”. Odisea, Canto XII
En su vejez, tranquilo y retirado en su Patria, Ulises –el astuto, el valiente- recuerda su paso junto a la pradera dominada por las Sirenas. De pie en la carlinga, atado al mástil, mientras sus compañeros bogaban con los oídos taponados de cera, el bravo guerrero se había dejado arrebatar del delicioso canto. Volvió la vista y su mirada se cruzó con una sirena cuyos ojos encantadores se clavaron en él. Su rostro era hermoso, su femenino torso apetecible y su voz embriagadora. Ulises volvió el rostro perturbado por su estremecedora belleza.
A medida que la nave se alejaba, iba apagándose el canto embrujador de las sirenas. Sólo una siguió cantando. Cantando, y persiguiendo la blanca estela del navío mientras Ulises forceaba con sus amarras. Al atardecer, su voz, enronquecida ya por el largo esfuerzo, tardó todavía en apagarse después que la nave se hundió en el último horizonte. Cuando su voz era apenas un ronco eco apagado en el viento, Ulises pensó un instante en la hermosa criatura. Quizás las otras se reirían de una pobre sirena enamorada que había enronquecido cantando por amor a un astuto marinero que sólo la había mirado de reojo.
Y algunas noches, mientras Penélope, tendida junto a él, reposa su sueño de feliz esposa, el recuerdo de la sirena viene a Ulises –el astuto, el valiente- como un oleaje de nostalgia. Y piensa que tal vez si venció tantos imposibles, si dominó tantos monstruos, quizás pudo gozar un instante de aquella hermosa criatura y escapar como lo hizo de Calipso, de Circe, de… Y con el rostro vuelto a la pared, solloza quedamente.
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