Tenía los catorce recién cumplidos aquella mañana de diciembre.
Desde muy temprano el sol pegó fuerte y teníamos un día duro por delante.
El horno de ladrillos quedaba en las afueras, y la hornalla a pesar de estar apagada hacía una semana aún guardaba el calor; éste intentaba derretirnos las suelas mientras revoleábamos los adobes cocidos al camión con las manos enrojecidas y ampolladas.
Después de tres horas de estar en este infierno maldecía mi ocurrencia de aceptar aquella changa del camionero que siempre tenía algo para mí.
Até dos maderas a mis zapatillas temiendo perder mis pies y arremetí nuevamente contra los malditos ladrillos.
Pablito, el hornero, era un hombre de Cromagnon perdido en el tiempo y oculto en ese lugar, cada quince o veinte minutos dejaba de recibir adobones arriba del camión y se empinaba una damajuana de 5 litros de vino blanco, yo primero decliné la invitación, pero el calor y la sed me vencieron y el líquido ácido me cocinó por dentro; el hombre sonrió y dejó entrever que era la mejor opción para que el tiempo pasara mas rápido y la tortura fuese mas corta. Y tenía razón…
Aquella noche, con el cuerpo destrozado y apenas aliviado por una larga ducha fría, seguí al camionero y su ayudante en una larga juerga que terminó en un prostíbulo, en el cual y a modo de premio, me entregaron a las manos de una bella morena inmensa y carnosa.
Yo nunca había estado con una mujer, y aquella, puso todo su empeño en que no la olvidara o en que volviese, como quiera que fuera, me deje arrastrar en su lujuria, acaricié sus grandes pechos y su cuerpo embriagado de placer, lastima que mis manos ampolladas dolían tanto que no podía sentirla.